Cosas de mariquita


 
Según empiezo a leer Mariquita, de Juan Naranjo (@JuanitoLibritos), ya se me remueve todo en el interior. Una vez más, una historia de alguien con quien comparto orientación sexual está plagada de experiencias comunes y sentimientos compartidos. Lo más sorprendente, además de la diferencia temporal (que no es mucha, pero es) y la distancia que nos separaba entonces (más de 10.000 km), es que hay ciertos patrones que se repiten y ciertos estereotipos a los que nunca he encontrado explicación.

Esos estereotipos que se nos atribuyen a los hombres homosexuales (no puedo hablar con propiedad de otras experiencias por razones obvias de vivencias personales) son:

1. Escasa habilidad y gusto por el deporte. Seamos realistas… nunca fui una lumbrera, salvo para el voleibol, un deporte que, pese a tener representación masculina, siempre ha sido considerado más “femenino”. Si hubiera tenido el cuerpo y la disciplina –y la opción-, seguro que hubiera optado por la gimnasia, que siempre me ha resultado una maravilla. Siempre he odiado el fútbol, el baloncesto me daba pereza y el resto de los que pude llegar a probar (balonmano o tenis), nunca me motivaron realmente.

2. Juguetes. Si bien nunca me llamaron especialmente la atención las muñecas, es verdad que tampoco me provocaban rechazo. Simplemente creo que no estaba dentro de mis “posibilidades” hacerlo. No tengo recuerdo de que nadie me dijera que no, pero igual era una especie de contrato social… Tuve cochecitos, canicas, espadas, bicicleta, pelotas, figuras de acción, álbumes y láminas de colección. No tuve Transformers (salvo una imitación cutre y lamentable), pero sí tuve un robot chulísimo y un perrito que ladraba y saltaba. Mi juego favorito era una especie de montaña rusa (pagaría oro por tenerla) con sus carritos y las pistas de coches, aunque creo que nunca funcionaban bien del todo (o ese es el recuerdo que tengo). Escribiendo esto recuerdo un “episodio” sobre los 12 años en los que se me “acusó” en el cole de jugar con muñecas en casa de una amiga y que me persiguió unos cuantos meses.

3. Amor excesivo por la lectura. Ser el hermano pequeño hizo que espabilara pronto, al menos en lo que a leer se refiere. A los 4 años dejaba que mis hermanos me enseñaran y empecé a devorar todo lo que llegaba a mis manos, especialmente las grandes enciclopedias, que me volvían loco: tanta información, figuras, planetas, animales… Uno de mis favoritos era “La tierra y sus recursos”, que casi me sabía de memoria. Empecé a leer algunas novelas, quizás muy pronto, pero las disfrutaba muchísimo. Lloré de la risa con el Quijote, sufrí con Lo que el viento se llevó y morí de miedo con El silencio de los corderos. Pero la literatura no era lo único… ¡Leía todo! Desde los carteles de la calle hasta las revistas en la peluquería. Durante años coleccioné revistas de mala muerte sobre cine y televisión, leía hasta la saciedad las revistas Vanidades de mi abuela paterna (casi lo único divertido que se podía hacer en su casa) y todo lo que llegara a mis manos… ¡Incluso los envases de champú!

4. Coleccionar cosas coloridas del ámbito de la papelería. Siempre me encantaron las gomas de colores y los lápices de lo que fueran, sobre todo esas cajas grandes de amplios coloridos. Hasta hoy sigo acumulando muchas cosas a las que jamás les daré el uso merecido, porque mi talento artístico es muy escaso. Creo que nunca ocuparon un lugar central en mis obsesiones, pero todo elemento que viniera a ampliar mi colección era más que bienvenido y tenía varios estuches para guardarlos. Ahora mismo, me viene a la mente uno que me hicieron con los restos de un vaquero y que era tan grande como uno de mis muslos… ¡Cabía un mundo allí dentro!

5. Una breve incursión en los trabajos manuales. Tuve mi época artística pintando retablos de escayola (yeso) que compraba en el mercado y que convertía en “obras de arte”. Nunca fui un maestro para el colorido ni la técnica, pero entonces, supongo, me permitía focalizarme en algo específico y ahogar algunas de mis frustraciones en los primeros años de adolescencia.

6. Las historias de grandes mujeres. Siempre tuve fascinación absoluta por las leyendas de mujeres: aquellas que leía en las enciclopedias, en los libros y en las revistas del corazón. Y, adelantándome mucho a mi estado actual, cuestionaba la invisibilidad de ellas en tantos ámbitos de la historia, la cultura, el arte y la religión, haciendo preguntas incómodas aquí y allá… Una de mis obsesiones, cómo no, era Maria Callas. Escuchaba sus arias hasta la saciedad y, cuando tenía la oportunidad, leía lo que podía sobre su vida. ¿Por qué la Callas? Ni idea… supongo que está en nuestro ADN (ironía). Pero también me encantaba Lady Di (¡todavía recuerdo la transmisión de su boda por televisión!) y las historias de las actrices y estrellas del Hollywood clásico, como mi amada Bette Davis, tan pasada de rosca y en el límite de la sobreactuación y la afectación…

7. Y así llego al último de los ámbitos sobre esos estereotipos: la música. Mi gusto, hasta hoy, es de lo más ecléctico, pero casi siempre en el ámbito del pop. Céline Dion, Mariah, Madonna y Whitney formaron mi banda sonora en los 90. Pero siempre hubo hueco para muchas otras cosas que, sin saberlo, me estaban definiendo desde entonces y que, cuando te haces consciente de esa “colectividad marica”, me da hasta risa: fan de Barbra Streisand, Judy Garland, Bette Midler… Tantas divas del colectivo y yo, perdido en una capital de provincias en el centro sur de Chile, no me había enterado de que mis gustos musicales, además de los hits del momento, se unían a tantos mariquitas en otros rincones del mundo. ¡Y eso que no había ni Educación para la Ciudadanía ni agenda gay entonces! ¿De dónde salía toda mi inspiración si no contaba entonces con referentes ni había llegado todavía Internet? Ni idea, pero siempre han despertado mi curiosidad esos gustos y esa debilidad por los buenos números musicales, sean o no de Broadway. Una de mis anécdotas favoritas es una vez que, con unos 24-25 años, mi padre me dijo que me iba a regalar 3 CD y mis elecciones fueron: un recopilatorio de Judy Garland, uno de la Streisand y el último disco de Ana Belén… ¡Sin comentarios!

Como sea, todos estos estereotipos que ahora recuerdo y que me han acompañado en mis 44 años de vida (y que ahora vivo y disfruto sin miedo al qué dirán) claramente marcaron la diferencia en mi infancia y adolescencia, sobre todo cuando, tal como le pasó a Juanito y lo cuenta en Mariquita, alguien me hizo saber lo que yo era antes siquiera de ser consciente de ello y entendí a bofetadas de realidad que eso era malo y me haría sufrir mucho, por acoso y porque iba a vivir una vida en soledad, incompleta, triste y pobre. A estas alturas de la historia y con los grandes pasos que hemos dado, muchas personas pensarán que esto ya no ocurre. Quizás no de la misma forma, porque el escenario ha cambiado, pero mi experiencia me demuestra que esto todavía pasa. Mucho más de lo que debería. Porque los estereotipos habrán cambiado de alguna manera, pero no las personas que siguen sintiéndose con el derecho de señalar con el dedo a quienes somos diferentes. Y mientras eso no cambie, seguiré haciendo una de las cosas que más me gusta hacer: trabajar para que esos niños que, como yo, han sido señalados, sepan que no hay nada de malo en ello y puedan abrazar sus pasiones, gustos y preferencias con total libertad, independientemente de lo que dicten las arbitrarias estructuras sociales heteronormativas.

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