A la mierda con la resiliencia

 

De repente me ha dado por pensar en mi salud mental. ¿Es cuestión de la edad o una llamada de atención? Puede ser, pero también creo que es la influencia de qué estoy viendo estos días (series bastante intensas de principios de los años 2000: Angels in America, Six Feet Under…) y de que me vino a la mente una época de mi vida, hace más de 23 años, en los que me pasé varios días en la cama con una enfermedad respiratoria inexistente, cuyo origen hoy veo claro: depresión.

Es algo que me costó procesar, entender y aceptar en su momento, no porque sea algo malo o negativo, sino porque era algo que en la realidad de mi familia no existía, que se podía curar con una simple ducha de agua fría. Quizás por eso me cuesta empatizar cuando veo a alguien que quiero no tener la fuerza o las herramientas para salir adelante. Ahora, con los años, entiendo su dolor y su frustración, pero todavía está ese poso de incapacidad de comprender la razón por la que no levantan cabeza. Es una tara mía, no suya. Y quizás es hora de que me haga cargo de ella.

Pero volvamos a mi depresión. Soy capaz de deducir las razones, su origen: vivir en un claustrofóbico armario, no tener vida amorosa, no ser del todo honesto con mis sentimientos, sentir un miedo permanente a ser descubierto o expuesto, buscar lo que no encontraba en las primeras páginas de contactos de Internet, sin mucho éxito… Era un hombre, a punto de cumplir 24 años, con muchas cosas pendientes en la vida y sin realmente saber –o aceptar– quién era o qué quería. Me había perdido gran parte de la adolescencia y sentía la urgencia de experimentar cosas tan simples en la vida de una persona: amor, deseo, pasión, honestidad, libertad…

Me pasé casi dos semanas en cama sintiéndome enfermo. No tenía ganas de nada y atender la más mínima responsabilidad estudiantil derivaba en un inconsolable llanto sobre el teclado. Y así, varios días. Hasta que hablé con mis padres para transmitirles la decisión que tanto estaba temiendo: abandonaba mi segunda carrera y empezaba otra vez a buscar mi camino. Me despedí de mis amigos de Ciencia Política, grandes personas que hasta hoy son faro y luz en mi vida, y comencé el camino hacia la sanación. Por supuesto, por mi cuenta.

Tardé muchos meses en volver a sentirme yo. Y creo que pasaron todavía años hasta que hice las paces conmigo y con mi vida. Y hoy, a mis 47, de repente me ha dado por pensar que, dentro de lo que cabe, no lo he hecho mal para no tener experiencia con la salud mental. Sigo conviviendo con la ansiedad, mi fiel compañía desde que era un niño, y algunas manías y obsesiones. Incluso he aprendido a controlar y desechar algunas emociones o ideas irracionales que, a veces, acechan mi cabeza. Y, como dije el otro día, no tengo paz mental. No soy ningún tipo de gurú zen y equilibrado, pero convivo plácidamente conmigo (y creo que con los demás).

El concepto que se me ocurre para entender todo esto es resiliencia, que, como dice la web de la Clínica Mayo: “no hará que tus problemas desaparezcan, pero puede darte la capacidad de ver más allá de ellos, de disfrutar de la vida y de controlar mejor el estrés”. 

Sigo sin llegar a una conclusión respecto a si es positivo o negativo ser resiliente, porque creo que es una visión muy utilitarista del ser humano y de sus emociones pensar en que es algo bueno “adaptarse a las situaciones adversas con resultados positivos” (según Wikipedia). 

Hablamos mucho del valor de la resiliencia, pero igual es una forma de no querer enfrentar los problemas y dejar que las cosas se coloquen para que la persona siga funcionando en la sociedad (nace-crece-compra-vende-produce-consume-muere). Digamos que niega la idea de “está bien estar mal”, relativiza la importancia de la salud mental y le quita poder al individuo ante un determinismo de “esto es así y tienes que adaptarte”. ¿Hasta cuándo nos harán responsables de cosas sobre las que realmente no tenemos incidencia o apenas nos corresponde una mínima parte de responsabilidad?

Quizás lo que necesitamos no es ser resilientes, sino enfrentar directamente –y con todas las consecuencias– las cosas que no hemos podido resolver en el pasado. Tener el espacio para estar mal y darnos cuenta de que está bien sentirnos miserables, simplemente para poder salir del agujero en el que nos pudiéramos encontrar.

Volviendo a Wikipedia, “resiliencia, en cuanto a la física y la química, designa la capacidad de cualquier material para recuperar su forma inicial a después de que se ejerce una fuerza que lo deforma”. Pero no me sirve. Porque una vez “deformados”, no volveremos jamás al estado anterior a dicha fuerza: las experiencias, el dolor, la alegría, la pena, las personas, el trabajo y la vida en sociedad nos cambian a cada minuto, por lo que es imposible recuperar la forma inicial. Ese también es un derecho que nos debemos como personas: cambiar libremente con todo aquello que enfrentamos y sentimos, pero no con una finalidad adaptativa, sino con la firme convicción de que nos estamos moldeando a nosotros mismos, una labor mucho más importante de lo que puede parecer en teoría y, por supuesto, previa a todo lo demás que, como sociedad, se supone –y se nos impone– para mantener el equilibrio general. A la mierda con la resiliencia.

0/Post a Comment/Comments

Artículo Anterior Artículo Siguiente