La autora cree en la libertad de los individuos para crecer en sus diferencias y aprender a respetarlas, lo que permite la construcción de un tejido social que favorece esa individualidad y que debemos mantener a salvo de todas las amenazas externas y de los enemigos internos que pueden poner en peligro esa libertad (totalitarismos, fascismos y cualquier limitación de los derechos de la ciudadanía). “Lo que hay que temer es todo acto extrajurídico, secreto y no autorizado por parte de los agentes públicos o sus representantes. E impedir semejante conducta requiere una división y subdivisión constante del poder político. Desde esta perspectiva, la importancia de las asociaciones voluntarias no reside en la satisfacción que sus miembros pueden obtener al unirse a ella con fines cooperativos, sino su capacidad para convertirse en unidades significativas de poder e influencia social capaces de controlar o, al menos, alterar las reivindicaciones de otros agentes organizados, tanto voluntarios como gubernamentales”[3].
Es una concepción que traspasa cualquier frontera limitante de izquierda o derecha. Más bien es una visión que tiene en cuenta a las personas como sujetos de derechos, que apuesta por la atomización del poder político en un número importante de actores que sean capaces de disuadir a otros de romper ese equilibrio, pero sin perder de vista un estado del bienestar fuerte y sólido, que pone especial atención en aquella porción de la ciudadanía más desfavorecida, elemento fundamental para la construcción de una paz duradera. “El liberalismo del miedo contempla con igual inquietud los abusos de los poderes públicos de todos los regímenes. Se preocupa por los excesos de los organismos oficiales en todos los niveles del gobierno y presupone que estos son capaces de imponer la carga más pesada a los pobres y los débiles. La historia de los pobres, comparada con la de las diferentes élites, lo deja de sobra patente”[4].
Así, a la construcción liberal de la sociedad se debe sumar la igualdad de oportunidades para toda la ciudadanía, según la autora. De ahí que hoy se le vincule directamente con la idea de un estado del bienestar, donde solo podremos avanzar si las personas tienen una cierta seguridad e independencia económicas que les permitan participar y hacer uso de sus derechos como ciudadanos.
En concordancia con esta idea, Shklar sostiene que la propiedad privada, que no puede ni debe ser ilimitada porque está sujeta a la ley, sirve a un fin público, que no es otro que la dispersión del poder. Pero esos titulares de la propiedad no pueden ejercer arbitrariamente su voluntad, sino que deben seguir los “procedimientos legales aceptados y adecuadamente interpretados”[5]. Es esta la única vía para que la sociedad pueda desarrollarse de acuerdo “con sus propias creencias y preferencias, siempre que no impidan a los demás hacerlo también”[6].
Construcción social
Esa negación de la justicia social encuentra su fundamento en una estructura social más rígida y conservadora, donde unos tenían unos privilegios y otros no (desigualdad) por el simple hecho de que eso era inevitable. De ahí que sus políticas atacan permanentemente a las áreas que podrían favorecer el ascensor social: la educación y la sanidad, entre otras. No ofrecer una igualdad de oportunidades perpetúa ese modelo y lo naturaliza, manteniendo o aumentando los privilegios de quienes ya de por sí tienen muchos, mientras que castiga directamente a los más desfavorecidos. Si seguimos la línea de pensamiento de Shklar que comentábamos más arriba, así ha sido históricamente.
Por eso resulta peligroso el uso que del concepto liberal hacen algunos partidos políticos situados en el espectro de la centroderecha y de la derecha. Su concepción es más bien economicista, alejada de lo que Judith Shklar entiende como tal en una situación donde lo fundamental es defender la libertad frente al abuso de poder, lo que se consigue con una estructura que permita el libre desarrollo de la ciudadanía con un sistema de garantías sociales, políticas y económicas para que así sea. Pero cuando la intención es privilegiar al privilegiado, se busca continuar con una estructura social rígida donde unos nacen para mandar y otros, para obedecer; unos para ganar y otros, para producir. Es la antigua pirámide social que busca ser reinstaurada o fortalecida desde la esquina del poder. El problema es que dicha estructura es incompatible con la base que Shklar utiliza para definir el liberalismo. “Ninguna sociedad que todavía conserve rastros de la vieja tradición tripartita de la humanidad entre quienes rezan, quienes luchan y quienes trabajan puede ser liberal”[7], defiende.
Educación para una sociedad liberal
En ninguna parte de su planteamiento dice que estos adultos bien informados deben ser unos pocos privilegiados. Al contrario, de su texto se desprende la necesidad de que todas las personas tengan las mismas oportunidades, a la vez que defiende la obligación de contar con una educación capaz de generar una ciudadanía crítica, lo que no se consigue con una norma educativa academicista y rigurosa, basada en aprendizajes caducos y en la memorización, tan rígida e intensiva que no deja espacio para procesar los contenidos, sino que más bien busca su repetición y olvido. Esta premisa rígida, al final, solo buscaría contar con una ciudadanía obediente, poco abierta al análisis y más dispuesta a creer cualquier cosa que se les ponga por delante. Esa sociedad de consumo indefensa ante la maquinaria productiva que necesita del consumismo irrefrenable para subsistir.
De ahí proviene el hecho de que se privilegien unos aprendizajes sobre otros, de que sea más importante la Religión que la Filosofía, de que se expulsen las materias de ciudadanía y se prefieran las de éticas moralistas. Las artes y las humanidades han perdido presencia en el currículo español con una clara intención política: reducir a mínimos la posibilidad de una respuesta crítica ante las barbaridades ejecutadas desde el poder, fomentar la desinformación y facilitar el control de las masas con el auge de ideas populistas que sirven de disfraz a las posturas extremistas tan en auge en la Unión Europea. Ellas no necesitan fundamento ni verdades absolutas. Al contrario, bastan dos o tres ideas fuerza que incardinan una propuesta política frágil basada en el miedo al diferente, en la defensa de las estructuras tradicionales como la única salida a la crisis que ellas mismas han provocado y en el mantenimiento del poder en manos de unos pocos.
La única salida, entonces, es erradicar esas políticas controladoras, ancladas en el pasado, y dar paso a la idea fundamental del liberalismo de Shklar, el que permite y favorece la libertad dentro de una sociedad de individuos con los mismos derechos y las mismas oportunidades. Así, deberíamos eliminar las políticas segregadoras, favorecer la coeducación y la inclusión de las diversidades, y propiciar los aprendizajes que permitan sostener esa estructura liberal necesaria para que esto funcione, alejada totalmente de ideas totalitarias que dicen beber de la doctrina cristiana (esfera privada) únicamente con la intención de ampliar su influencia en la esfera pública y mantener esa posición de privilegio que consiguieron históricamente.
El miedo
“Quien crea que, cualquiera sea su apariencia, el fascismo está muerto y enterrado debe pensárselo dos veces antes de decirlo”[11]. Y los hechos en Europa, en Estados Unidos y en muchas otras latitudes lo están demostrando. No es el fascismo de los años 30 y los 40 del siglo pasado, sino que, de momento, es una fuerza residual que persiste y gana lentamente terreno con una de sus principales herramientas: el miedo.
Las portadas de los periódicos hacen un flaco favor a todo esto con las supuestas amenazas de las políticas estatales, de los virus asiáticos o de cualquier cosa que pueda generar rédito político removiendo la parte visceral e irracional del miedo social, la que será utilizada como arma para manipular y crear cortinas de humo sobre los hechos y la contingencia. Porque, lo queramos o no, nos dejamos influir muy fácilmente.
Gracias a ese miedo permanente, que se nos mete hasta en los huesos, surge la violencia desde los extremos, desde las resistencias. Y los fascismos alargan su sombra ocupando espacios políticos y ofreciendo supuestas respuestas para exterminarlo, generalmente con la implantación de un Estado (casi) policial, cerrando fronteras, castigando o invisibilizando las diversidades (en todo su espectro) y coartando libertades antes consolidadas. “El miedo que pretende impedir es el que
generan la arbitrariedad, los actos inesperados, innecesarios y no autorizados
de la fuerza y los actos de crueldad y tortura habituales y generalizados llevados
a cabo por los agentes militares, paramilitares y policiales de cualquier
régimen”[12]. Y no solo, porque hay que reconocer que surgen otros grupos no oficiales desde los extremos que también ponen en jaque la estabilidad del sistema y, por supuesto las libertades.
“El miedo sistemático es la condición que hace imposible la libertad y viene provocado, como por ninguna otra cosa, por la expectativa de crueldad institucionalizada”[13]. Es cierto que el aparato estatal es quien más posibilidades tiene de ejecutar su violencia y sistematizarla, convertirla incluso en algo institucional y legítimo como excusa a todos esos miedos de los que hablábamos.
Podríamos preguntarnos por qué volvemos a ello si la experiencia ha demostrado que la solución realmente no está en los fascismos (no hay que mirar muy atrás para comprobarlo), pero es difícil alcanzar una respuesta única y acertada. Tenemos mala memoria histórica, hay una gran carencia de educación cívica y de una cultura crítica capaz de discriminar la información que, por supuesto, ya es difícil encontrar ante la cantidad exagerada de fuentes formales, informales y aquellas pensadas únicamente como herramientas distorsionadoras que, con los avances y facilidades de la tecnología, son cada vez más fáciles de encontrar y reproducir.
El problema es que nos hemos dejado apabullar por las fake news, mientras que las redes sociales, más allá de facilitar la comunicación, la están entorpeciendo; y no estamos haciendo nada para recuperar la posición del poder que como ciudadanía nos corresponde, donde la participación informada y consciente es la principal vía para sostener el sistema democrático desde abajo y, por supuesto, para no dejarnos manipular por las corrientes irracionales que produce el miedo. El miedo al cambio. El miedo a la diferencia. El miedo a la diversidad. Sobre todo porque precisamente estos tres factores son los que han permitido a las sociedades tradicionales sobrevivir después de las guerras y las grandes pérdidas humanas, que se superaron en gran parte gracias a las corrientes migratorias. ¿Dónde perdimos entonces el camino? ¿Cuándo vamos a reaccionar?
Si el miedo que se esgrime es el de la pérdida de la identidad cultural, mire hacia el lado. Todo lo que tiene a su alrededor proviene en un porcentaje importante de otra cultura, de ideas que nacieron o se ejecutaron más allá de sus fronteras. Lo mismo con la lengua, la comida, la vestimenta, el diseño, el arte, su propio ADN, etc. Hablar de purismo cultural o racial a estas alturas de la historia de la Humanidad es no tener idea de lo que ha ocurrido en los últimos 500 años.
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