¡Despierta!

 

En medio de una ola de retroceso de derechos y del auge de las políticas conservadoras en todos los niveles, lo woke es una necesaria sutileza que nos separa de los años más oscuros del siglo XX. Pero no es una moda nueva. El concepto tiene entre 60 y 80 años, cuando surgió en Estados Unidos como una llamada al activismo consciente por la desigualdad y la injusticia, especialmente entre la población afroamericana y la necesidad de luchar por sus derechos civiles.

Hoy, lo woke no es otra cosa que un llamado a no perder de vista la necesidad de abordar los desafíos pendientes en derechos humanos, igualdad, diversidad y justicia, poniendo el foco en el cambio climático, la brecha de género, etc.

Pero no hay un consenso sobre el concepto, porque depende del prisma con el que se mire. Tal como afirma un artículo de la BBC, “mientras que para algunos ser woke es tener conciencia social y racial, y cuestionar los paradigmas y las normas opresoras impuestas históricamente por la sociedad, para otros describe a hipócritas que se creen moralmente superiores y quieren imponer sus ideas progresistas sobre el resto”[1].

Hay quien sostiene sin pudor que la diversidad y esas nuevas ideas de izquierda son una imposición, pero nada dice sobre el estándar cisheteropatriarcal[2] que ha predominado por siglos ni de las corrientes conservadoras que empujaron a muchas personas fuera de la norma y las expusieron a grandes atrocidades bajo el yugo de un pensamiento que favorece a una pequeña parte de la población y somete al resto al silencio y al miedo.

Es un hecho que las ideas woke están siendo desafiadas, curiosamente por las nuevas generaciones –centennials para ser más precisos, que hoy tienen entre 15 y 30 años–, supuestamente aquellas que venían con un “cambio de chip”. Se cree, no obstante, que ese desafío responde más al instinto adolescente de rechazar todo lo mayoritario y buscar la individualidad, pero es un dato que no debemos ignorar.

Por ejemplo, tal como publicaba El País[3], “un 43,6% de los (chicos) centennials piensan que debería haber un ‘día del orgullo heterosexual’ (…) frente a un 16,5% entre las chicas”. Además de esto, pierde fuelle la preocupación por el cambio climático y la tolerancia a la diversidad. Y, según ha publicado eldiario.es, también aumenta el número de personas que consideran que el feminismo ha ido demasiado lejos y discrimina a los hombres[4].

 

Adiós privilegios

La amenaza de perder ciertos privilegios puede llegar a sacar lo peor de las personas o, al menos, a ponerles en una situación de profunda duda. En una conversación informal, un amigo comentaba que había parte de razón en las demandas que desde los sectores más conservadores se hacía, por ejemplo, respecto a las cuotas de representatividad en las empresas y en los organismos públicos, explicando que era una imposición sin mucho sentido y que eso se debería dar de manera natural según las cualidades y habilidades de cada persona (una meritocracia en toda regla, que ya sabemos que no es real ni natural, y que es profundamente injusta[5]).

Quizás sea muy fácil sostener algo así cuando eres un hombre blanco cis con solvencia y no eres consciente de tu privilegio, pero claramente no está solo. La mayoría de los hombres y las mujeres[6] (58,5% de ellos y 50,6% de ellas en el sector privado, y un 55,6% de ellos y un 47,5% de ellas en el sector público) rechazan las políticas de inclusión de género.

No es un dato menor, pero es importante verlo desde la perspectiva ideológica: el apoyo de la izquierda y la extrema izquierda a estas medidas supera el 72%, mientras que en la derecha y la extrema derecha apenas llega al 8% y al 4,7%, respectivamente.

Otro asunto que surgió en la conversación fue el de la hormonación de menores trans, un tema que recurrentemente se aborda para poner en duda los avances en derechos LGTBIQ+ y generar miedo o rechazo entre una población muy desinformada. Por ello, es urgente dar respuesta a varias ideas erróneas que, con frecuencia, aparecen en redes sociales o se comparten a través de plataformas de mensajería instantánea.

En primer lugar, la hormonación no es un proceso que se haga automáticamente a petición de la persona interesada. “Los menores de 16 años que quieran iniciar un tratamiento hormonal necesitarán el consentimiento de sus padres o tutores legales y el tratamiento requiere prescripción médica, la supervisión de un endocrino y conlleva un coste económico para la persona que lo solicita”, como confirma una noticia publicada por RTVE[7].

En segundo lugar, el porcentaje de personas que solicitan la detransición o la “reversión” de los procesos médicos (utilización de bloqueadores hormonales o la hormonación) ronda apenas el 2%, un dato residual según las personas que elaboraron un estudio publicado en El País[8] en 2022.

En tercer lugar, la prevalencia a nivel poblacional de quienes se identifican como trans está en el 0,3% y el 0,5% de las personas adultas, y entre el 1,2% y el 2,7% entre menores y adolescentes[9].

Con estos datos en el horizonte, y sin querer restarle un ápice de la importancia que tiene el acceso a este derecho, no es algo que debería utilizarse como emblema de una discusión que, por una parte, en la mayoría de los casos representa una decisión que no se toma a la ligera; y, por otra, que realmente representa un impacto muy acotado a nivel social.

Pero, recurrir a las excepciones, como ocurre con las denuncias falsas en los casos de violencia de género y que no representan ni el 1% del total[10], es una forma de generar caos y desinformación.

Dada la cantidad de datos disponibles, la multiplicidad de fuentes y la facilidad de acceso y distribución de la información, debemos asumir una actitud muy crítica frente a aquello que leemos o escuchamos. Es la única manera de frenar los bulos, tener una idea más clara a nivel personal y saber responder de manera adecuada a las noticias falsas, que pueden tener efectos económicos[11], sociales y políticos[12] de gran impacto.

Pero volvamos al centro de este artículo. Para seguir con esa conversación en la que surgieron numerosos temas, también se abordó el hecho de porqué como sociedad “debemos hacernos cargo de los abortos de mujeres que actuaron de manera irresponsable y no tomaron las medidas necesarias”. Ante esto, planteé la siguiente pregunta: ¿Te resulta igual de molesto ofrecer a un hombre un tratamiento profiláctico o por ETS por su falta de responsabilidad?

Como siempre es bueno poner las cosas en perspectiva, seguí hablando de otra conducta de riesgo, el consumo de tabaco, que cuesta a la Seguridad Social unos 26.000 millones de euros[13], sumando costes directos e indirectos. La cifra es abrumadora y se calcula que representa casi un 10% del gasto total. Sin tener el dato oficial de lo que cuestan las interrupciones voluntarias del embarazo (IVE), el dato es muchísimo más reducido.

Si tomamos la información correspondiente a 2022 (98.316 IVE constan oficialmente en España) y multiplicamos por el precio medio de este procedimiento en una clínica (el 85% de ellos se realizan en establecimientos privados), que rondaría los 1.000 €, el total no supera los 100 millones de euros.

Es obvio que deberíamos ser más responsables en muchos sentidos, pero no podemos expulsar del sistema a quienes no lo son. Y, en un Estado del bienestar como este, es imprescindible ofrecer una respuesta y tomar las medidas necesarias para asistir a quien lo necesita, independientemente de las razones o las condiciones en las que haya llegado a ello.

Como cierre de aquella conversación me preguntaron qué era lo que me motivaba a seguir luchando por los derechos de las personas LGTBIQ+ cada día desde mi rol como activista. Mi respuesta fue sencilla: “Si bien yo soy consciente del privilegio que tengo como hombre blanco gay cis, no puedo quedarme quieto mientras haya otras personas del colectivo que siguen luchando por conseguir derechos (o por no perderlos). Mientras eso ocurra, seguiré haciendo lo que haga falta para apoyarles”.

 

La era del nosotros

Y creo que esa es la clave del asunto. Ser (o estar) woke va más allá de cualquier cuestionamiento individualista. Es una respuesta sencilla ante las injusticias que siguen ocurriendo y que se pretenden imponer como una necesaria respuesta a todas esas ideas progresistas parasitarias que infectan nuestro pensamiento y sociedad, y que amenazan la libertad y el progreso, según las palabras de un autor que ni siquiera me tomaré la molestia de citar.

¿Es posible el progreso de unos pocos privilegiados y no de toda la sociedad? Claro que es posible y es lo que defienden los grupos conservadores. Pero la misma historia nos ha demostrado, una y otra vez, que el avance sostenido no puede situar eternamente en el margen a muchas personas, porque esa presión hacia afuera se vuelve siempre en contra del propio sistema.

Creer que las crisis de precios, de vivienda, de sanidad y muchas otras tienen su origen en la justicia social y en la consecución de derechos para las minorías y los grupos históricamente castigados es una profunda equivocación. De la misma forma que intentar poner freno a los avances argumentando la predominancia de la responsabilidad individual resulta una falacia.

Y es lo que están intentando hacer los gobiernos conservadores hoy –y las empresas y organizaciones que les secundan– poniendo en jaque las políticas de discriminación activa o erradicando los programas de diversidad, equidad e inclusión, un retroceso que interferirá directamente en la educación o en el acceso a un puesto de trabajo, y que afectará, sin duda, a las personas más vulnerables.

Nunca olvidemos que los avances deben ser empujados y luchados; y, una vez conseguidos, debemos defenderlos con lo que haga falta. Estamos justamente en ese momento histórico.

Resulta hilarante que se afirme que las narrativas woke sean una imposición. Jane Fonda abordó recientemente el tema en un discurso en la ceremonia de los Premios SAG: “estar woke solo significa que te importa la gente”, afirmó. Y esa es la cuestión fundamental, que nos sigan importando las personas que tenemos en nuestro entorno inmediato y más allá. Sobre todo mucho más allá.

Tanta desinformación no hace más que reducir la capacidad de mirar más allá de la punta de nuestra nariz. Pero el desafío está en luchar para romper ese cristal que opaca la realidad y entender que no podemos seguir dejando fuera a nadie.

Y es que lo woke, aunque se le quiera vender así, no es excluyente. Al contrario, es la vía para reconocer los fallos del propio sistema e intentar revertirlos, con la vista puesta en avances que benefician a toda la sociedad. Para hacerlo, como es lógico, hay que presionar un poco más allá, como ha ocurrido con cualquier avance. Y, por supuesto, no despreciar una idea por aquello de que siempre habrá quien se aprovechará del momento (“hecha la ley, hecha la trampa”).

La única forma de evitarlo es crear un marco jurídico sólido y eficaz para que eso no ocurra. Y, por supuesto, acompañar el avance desde la educación cívica, histórica y social. De lo contrario, fallan los cimientos y, por consiguiente, todo lo demás.

La respuesta no debe ser jamás la apatía ni, sobre todo, la vuelta atrás. Es el instante del nosotros (como colectivo social) y no del ellos (unos pocos). Más allá de unas pocas piezas del tablero que no tienen pudor en blandir ideas añejas para no perder sus privilegios, lo que realmente está en juego aquí es el futuro de toda la sociedad. Por eso es necesario despertar y prestar atención, con información precisa y contrastada, a lo que realmente está ocurriendo, para no permitir ningún retroceso social que, más tarde, nos salga demasiado caro.



Post a Comment

Artículo Anterior Artículo Siguiente