Simplificar el descontento social y la desigualdad, reduciéndolos a un vandalismo sin fundamento, es un acto de ceguera y de egoísmo cívico que nace de determinados privilegios, sobre todo económicos, y del borreguismo al que varias generaciones de chilenas y chilenos se han acostumbrado.
La causa de las revueltas y manifestaciones en Chile no son por el alza del precio del billete de Metro ni por las poco afortunadas intervenciones de las autoridades políticas. El problema viene de una historia de desigualdad, de inmovilismo social, de falta de oportunidades y de una brecha profunda que ahonda en las diferencias de la población de un país que se ha construido en base a la separación de unos pocos privilegiados y del resto.
Es evidente que el vandalismo no es la solución, pero es la vía de escape cuando las herramientas son pocas y, más todavía, cuando la presión del hervidero social estalla después de tanto tiempo soportando las tensiones de un sistema injusto e ineficaz, que siempre castiga a los mismos.
La falta de acceso a cuestiones fundamentales, como una sanidad y una educación de calidad, universales y en igualdad de condiciones, son el punto de partida, a lo que se suma un sistema de pensiones usurero, un servicio de transporte caro y deficiente, y una prevalencia de lo privado frente a lo público, donde el beneficio es para quienes pueden pagarlo. Esta es la raíz del problema, sin entrar en cuestiones de política, corrupción, colusiones empresariales para alzas de tarifas y costes de bienes básicos, etc., que poco ayudan a la contención del estallido social.
Por ello, reducir ese descontento a un vandalismo popular poco bien hace a un país ya dividido. Hay que indagar un poco más en las motivaciones que en la ejecución para realmente encontrar soluciones. En Chile esta cuestión implica un rediseño de todo el sistema que lo sustenta. Tarea difícil, por lo que el quiebre social está prácticamente asegurado y esto que estamos viendo es solo el principio.
Centrar los hechos en el desorden es también herencia de años de adoctrinamiento del rebaño de borregos obedientes y poco críticos con la autoridad. Históricamente, cualquier alteración del orden, de la "normalidad", ha sido castigada y reducida. Ha sido atajada por ser un atentado a la estructura, pero jamás enfrentada desde su origen. Chile ha perdido por ello la capacidad de mirar más allá del ombligo propio. Ha perdido la solidaridad (que habitualmente es confundida con la caridad) para empatizar con las vivencias de las clases menos privilegiadas y con la realidad de la gran mayoría de la población: una tensión constante para cubrir las necesidades básicas, con salarios mínimos, largas jornadas de trabajo, pocos beneficios, etc.
El enemigo de la sociedad no es quien protesta, sino el sistema que le empuja a tener que reaccionar desde la violencia ante la falta de oportunidades y la presión económica, la desigualdad y la apatía de sus representantes políticos. Quemar edificios, estaciones de metro, mobiliario público y saquear tiendas no debería ser jamás la respuesta, pero pretender que una buena parte de la población viva muy cerca del umbral de la pobreza de forma permanente, y lo haga con la boca cerrada, es una postura infantil e hipócrita que al gobierno de turno siempre le ha venido de maravilla, porque el escarnio público fija su atención en las víctimas de un sistema injusto en vez de cargar contra el o los causantes del problema.
La cuestión de fondo no es el reparto de culpas, sino el reconocimiento de las responsabilidades de cada uno en la situación actual. Y esto va mucho más allá de un cargo por destrozos o por terrorismo para las y los manifestantes. Requiere de un cuestionamiento de las desigualdades sistémicas avaladas por los gobiernos de todos los colores políticos, doblegados a los poderes económicos e incapaces de hacer frente a los cambios que Chile lleva necesitando desde hace décadas.
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