David es


David es

El impacto de Schitt’s Creek en las personas queer

Tomás Loyola Barberis
 
Imaginad un lugar sin ningún rastro de LGTBIQ+fobia, donde las personas pueden ser ellas mismas, sin miedo a represalias o violencia, en el que la orientación sexual o la expresión de género no determina absolutamente nada ni es un tema cuestionable –ya sea desde su mera existencia hasta la mínima incidencia en lo cotidiano y en lo profundo de las vidas propias o ajenas–, y donde encima hay una representación positiva. Un lugar en el cual sus habitantes pueden realizarse personal, emocional y profesionalmente sin mayores obstáculos que los que cualquiera podría encontrarse.

En el mundo real, por mucho que pese en 2024, esto es prácticamente una utopía. Que sí, que ha habido importantes avances, pero todavía no tenemos ninguna garantía al respecto. Los datos demuestran que sigue existiendo una alta resistencia social e institucional, y la realidad nos sigue golpeando con actos de violencia, acoso o discriminación hacia las personas del colectivo LGTBIQ+, más todavía cuando desde ciertos espectros de la política se legitiman este tipo de conductas y corrientes de pensamiento.

Pero en la ficción, ese lugar existe. Y se llama Schitt’s Creek. La serie, creada por Eugene y Dan Levy (padre e hijo en la vida real y también en la serie), nos ofrece un mundo seguro, abierto y heterogéneo, donde cada persona tiene su espacio para crecer y ser tratada con amor y con respeto, a pesar de las profundas diferencias que les separan. De hecho, la orientación sexual de uno de sus personajes principales se aborda en apenas unos segundos; y, más adelante, una historia de salida del armario pone el foco más en los miedos personales que en el rechazo externo, teniendo una cuota dramática mínima en la trama y pesando más el amor y la emoción que cualquier otra cosa.

Esta premisa da lugar a una historia de amor “no convencional” como nunca se había visto en ninguna serie: son dos personas que se aman y punto. Hasta entonces, e incluso hoy, a 4 años desde su episodio final, no ha habido tal representación queer positiva en la pantalla (con la casi excepción de Heartstopper, aunque también ha abordado situaciones de bullying y LGTBIQ+fobia). Para empezar, David y Patrick no habrían tenido el protagonismo ni la centralidad en la historia. Y, casi con total seguridad, hubiera habido muchos más giros dramáticos en el desarrollo de esa relación hasta llegar a donde llegaron.

Recordad lo que sufrieron Arizona Robbins y Callie Torres en su relación en Grey’s Anatomy; o las desventuras que vivieron en The L Word o en Queer as folk sus protagonistas. Y ni siquiera voy a mencionar aquellos programas donde las relaciones no heterosexuales iban del extremo tormentoso y/o sangriento al casi angelical, donde lo que más se veía de normalidad era un casto beso o una caricia.

Es cierto que en la realidad seguramente haya mucho más drama que en esta dulce e irreverente comedia, pero necesitábamos (y necesitamos) ver en pantalla una representación tan positiva y transparente, tan inspiradora como emotiva, en la que todas las personas que formamos parte del colectivo LGTBIQ+ pudiéramos sentirnos seguras y libres.

Pero Schitt’s Creek va más allá de eso. David es. Así de simple. Sin cuestionar nada ni ser la comidilla del pueblo. Se naturaliza tanto su relación con Patrick que en la primera escena en la que suena una versión de Tina Turner, la sorpresa viene dada más por la dulzura del momento que por cualquier otro impacto que el hecho hubiera provocado en quienes habitan el pueblo. 

Si bien se ha tratado con mucho mimo, el amor de David y Patrick no está exento de problemas. Los tienen, como todas las demás parejas. No obstante, estos son cotidianos y no tienen nada que ver con que sean personas queer. Simplemente son dos individuos que deben aprender a conocerse, comunicarse y a confiar el uno en el otro. Vamos, la vida misma. Y está tan conseguido ese vínculo entre ambos, que se convierten en un referente no solo LGTBIQ+, sino en un ideal que puede inspirar y representar a muchísimas otras personas con una relación sana, respetuosa y cariñosa. 

También en su crecimiento personal y profesional, el personaje de David avanza y triunfa, pasando por alto las poquísimas expectativas que podíamos tener sobre él y su trayectoria vital: un niño mimado y quisquilloso, profundamente superficial, que acaba cumpliendo sus sueños donde menos lo esperaba. 

Como han comentado sus protagonistas, la historia queer ha entrado en muchísimos hogares cuando ya les habíamos cogido cariño a sus personajes, abriendo la posibilidad de ampliar la aceptación y la recepción del mensaje, o simplemente de permitir poner el tema sobre la mesa en contextos en los que, quizás, de otra manera hubiera sido difícil hacerlo. Y es que la serie supo crecer sin prisa, sin la presión de las grandes cadenas. Y eso se nota en el resultado y en el impacto social que ha tenido. Los mensajes recibidos por el programa durante sus seis temporadas demuestran la importancia que ha tenido dicha representación. Especial mención tiene la carta que leen en el documental Best Wishes, Warmest Regards (disponible en YouTube), enviada por un grupo de madres agradeciendo la visibilidad que la serie ha dado a tantas personas que no habían encontrado aún un espejo en el que mirarse. ¡Preparad los pañuelos! 

Acabo de ver la serie completa por segunda vez (además del especial y una gran cantidad de vídeos de entrevistas y premiaciones en las que aparecían sus protagonistas), y me he vuelto a reír (es absolutamente hilarante) y también a emocionar profundamente. No puedo dejar de pensar si la existencia de esta serie en mi adolescencia hubiera cambiado algo de mi trayectoria vital. Quizás no del todo, pero al menos hubiera sabido que había mucho más esperándome que soledad y sufrimiento, dos estados que, según me decían, lastrarían mi vida para siempre por el simple hecho de ser gay. Y si una pequeña comedia canadiense puede ofrecer ese alivio, aunque sea a una persona en el mundo, su existencia está más que justificada.

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