Ante las preguntas de ¿cuándo pararán las revueltas sociales? ¿De dónde viene tanto odio?, me cuesta comprender que no seamos capaces de llegar al origen: un sistema perverso. A quien use como argumento que el comunismo ha demostrado históricamente no ser un sistema válido, deje de leer aquí. El problema actual es que el capitalismo tampoco parece ser la respuesta. No al menos hasta el extremo al que se le ha llevado: una brecha social cada vez más profunda, no solo entre sistemas de países o naciones individuales, sino que dentro de los propios Estados.
Me resulta difícil creer que nadie se plantee, desde la posición de privilegio que tiene, ese malestar social que genera la reacción de las personas más desfavorecidas. El odio no surge de manera espontánea y durante años se ha sometido a una buena parte de la población a las pruebas más duras de supervivencia: recortes en sanidad y en educación, dificultad de acceso a una vivienda digna, una distribución de la riqueza ineficaz, bloqueo al ascensor social, congelación salarial y un largo etcétera.
Lo demuestran las grandes diferencias entre el 1% muy rico y el 99% restante. También los salarios medios, como el de la Comunidad de Madrid, por encima de los 27.000 euros anuales, cuando la realidad es que la distribución de los ingresos por sector económico marca profundas divergencias entre los entre 13 y 16 mil euros del ámbito de la hostelería, hasta los entre 45 y 54 mil euros de sueldo promedio en el sector energético. No tengo a mano los datos de Chile, pero me imagino que la realidad es mucho más alarmante.
Laboratorio
Chile ha sido laboratorio de las políticas neoliberales desde hace más de 40 años. ¿De verdad esperaban que la gente se siguiera bajando los pantalones para siempre y sin rechistar? Las universidades, los bancos, las AFP –el sistema vigente de la administradoras de fondos de pensiones, algo así como una seguridad social pero basada en la ganancia privada, ha demostrado ser injusto y sangrante con su afiliación–, la corrupción en todos los ámbitos (incluidos los del Gobierno y los de las fuerzas de orden y seguridad del Estado), la represión, la privatización de la salud y la educación, la vivienda "social", el abuso del bono como medida populista, la colusión de grupos de empresas para subir precios de manera coordinada... ¡Ha sido mucho!
Se ha sometido a una buena parte de su población a un abuso permanente, con un condicionamiento socioeconómico rígido basado en un clasismo granítico –creo que imposible de erradicar a medio plazo–, con casi nulas posibilidades de una movilidad social y pocas opciones de progreso. No es la primera vez que afirmo que en Chile resulta absolutamente determinante el lugar de nacimiento para la trayectoria personal y profesional, lo que no habla precisamente bien del contrato social sobre el que se ha construido mi país.
Actualmente, las soluciones que se ofrecen desde el Gobierno realmente no cambian nada. La crisis está en la estructura socioeconómica, cultural y política de un país que profundizó demasiado la brecha entre unos y otros, los de más acá y los de más allá, sin entender que el desarrollo y el futuro de un país dependen de la suma de todos, y no solo de unos pocos privilegiados. Por supuesto que no justifico la violencia, pero entiendo el hartazgo de una buena parte de la población chilena. El problema es que, mientras no haya una señal clara de cambio o de un compromiso social lejos de respuestas cortoplacistas, esto no va a acabar y, casi sin ninguna duda, va a ir a peor. A mucho peor.
Y ese es el miedo principal: la inacción. Le temo más a la apatía de las autoridades y de la Administración que a la violencia. Me preocupa más el egoísmo de quienes son incapaces de comprender la raíz del descontento y que ocupan más tiempo en deslegitimar esa efervescencia social que en analizar su raíz. Me inquieta mucho más el desprendimiento emocional respecto de la crisis sociopolítica que la manifestación visceral de la ciudadanía en las calles. Porque vale que aquí están en juego el orden y la seguridad de un país que durante mucho tiempo aprendió a callar, por miedo o por comodidad, pero me parece mucho más preocupante que esté en entredicho el sistema que definirá el futuro de Chile.
Es de tal magnitud esta problemática, que ha traspasado todas las capas de la sociedad, desde las cúpulas de poder hasta las calles más alejadas de ellas. El devenir de mi país no tiene que ver con el llamado a la represión policial o militar, sino con la reformulación de las bases que lo sostienen, bases que deben velar por la justicia social, la igualdad de oportunidades y por reducir una brecha tan grande que se ha convertido en la falla que ha separado a una nación en varios trozos imposibles de volver a juntar en las mismas condiciones. Mientras esa idea no cale, el campo de batalla estará asegurado, con todas sus consecuencias.
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