Un acto de violencia


Chile sigue dando de qué hablar. La expulsión de Hermógenes Pérez de Arce del programa matinal de Canal 13 me ha parecido una jugarreta sucia y de una bajeza profesional indecente. ¿Por qué? Porque efectivamente, y tal como dice él en su canal de YouTube, sus afirmaciones y su posición eran de sobra conocidas con anterioridad. Hacerse los sorprendidos ha sido una postura pueril y, estoy casi seguro, una estrategia ruin para levantar la audiencia y dar de qué hablar en los medios.

Pero cuidado, la postura del abogado y la defensa que ha hecho es todavía más indecorosa. Negar la violación sistemática de los derechos humanos en los años de Pinochet como una herramienta política y coercitiva por parte de los militares en el poder, es querer tapar el sol con un dedo. De igual manera, resulta ridículo comparar lo ocurrido hace 40 años en Chile con lo que está sucediendo en las calles hace cinco semanas.

Cuando se utiliza la búsqueda y captura, la detención forzada, la tortura y el destierro, utilizando todo el aparato estatal de su parte y la fuerza en su ejecución, no podemos negar la violencia sistematizada de los derechos humanos. Es precisamente ese lavado de imagen el que convierte a la historia en un instrumento político. Una de las formas de no volver a cometer los mismos errores es aprender de los hechos ocurridos. Olvidarlos implica el peligro de volver a caer en ellos.

La violencia ocurrida en las calles, los saqueos y la destrucción son hechos lamentables que, en mi opinión, ensombrecen la efervescencia social demandante de un cambio profundo en todos los niveles. Pero no son ni de cerca una violación a los derechos humanos comparable a la opresión ideológica y política de un gobierno centralizado y totalitario.

Me parece vergonzoso jugar con hechos demostrados para instrumentalizar un discurso tan radical como los propios actos vandálicos que condenan. Las calles de Chile se han convertido en un campo de batalla donde se enfrentan el descontento de un pueblo vapuleado con la represión de las fuerzas de orden y seguridad comandadas desde La Moneda. 

Insisto en que no defiendo la destrucción ni menos los saqueos y el poco respeto que se tiene de lo público. Creo que efectivamente se puede poner en jaque a un sistema simplemente desde la revolución pacífica y la búsqueda de un diálogo que abra la puerta al cambio en el contrato social. Pero no puedo pasar por alto lo peligroso que resulta el negacionismo de la historia y la trivialización de un episodio reciente que, a pesar de los esfuerzos por cicatrizar la herida, sigue escociendo. 

Chile no ha sido precisamente el país ejemplar en la defensa de los derechos humanos. Haciendo un repaso muy ligero por ellos, nos encontramos con el primer artículo, “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, y con el segundo: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”. Cuando en la construcción socioeconómica y cultural de un país existe una ciudadanía de primera y una de segunda, mal vamos. Porque es evidente que no todos tenemos los mismos derechos ni mucho menos las mismas oportunidades. Y no voy a profundizar en la situación de las minorías étnicas, sexuales o religiosas, porque nos hundimos en la miseria.

El artículo 3 es de difícil análisis. “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”, choca con dos ámbitos: el de la seguridad ciudadana e individual, y el de la seguridad en general. El primero, claramente traspasado por la situación actual, está fuera de discusión. Efectivamente todas las personas tienen derecho a vivir en paz y en unas condiciones adecuadas. Pero pienso, ¿por qué ahora y no antes? Y la respuesta seguramente no sea muy popular: porque ahora afecta también a las clases medias y altas, habituadas a desarrollar sus vidas en escenarios más bien estables y acomodados, y antes eran cuestiones “socialmente periféricas”. De ahí la respuesta tan visceral de unos y otros.

Pasear por el articulado de la Declaración Universal de los Derechos Humanos da mucho que pensar. ¿Resulta más grave quebrar la paz ciudadana que permitir la tortura, la detención forzosa, el destierro, la trata de personas, la agresión sexual y la violencia de género? ¿Es peor saquear un supermercado que negar los derechos civiles a una minoría? ¿Es más violento ir con la cara cubierta que suprimir libertades y articular el brazo político por la fuerza desde el aparato estatal?

Jugar con la historia es una actividad peligrosa. Olvidarla o trivializarla, es un acto infinitamente más violento.

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  1. Muy buen resumen, muy triste lo que le está pasando a la sociedad chilena, calculando las próximas elecciones está el pueblo. Saludos.

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