No ganó nadie

 

No ganó nadie. Ni el rechazo, aunque haya obtenido la mayoría, ni el apruebo en la votación del proyecto constitucional –que el domingo 17 de diciembre movió a más de 13 millones de personas de nacionalidad chilena a las urnas– pueden jactarse de beneficio político tras la jornada electoral. Quienes sí pierden, no obstante, son el sistema político y la ciudadanía.

El segundo intento de renovar el texto de la Constitución fracasó prácticamente desde el principio. Y lo hizo por las mismas razones que el primero: la falta de consenso del proyecto, su poca visión global y de marco filosófico para el desarrollo y la renovación de las leyes existentes y futuras en el siglo XXI, y una propuesta escorada hacia la mayoría de la comisión encargada de su redacción: a la izquierda en el primer intento y, en el segundo, hacia la derecha rancia. Sus carencias y, especialmente, la inclusión de ciertas ideas con un tufo retrógrado, provocaron su debacle. Si bien no fue estrepitosa, sí lo fue como resultado general.

La imposibilidad de construir una nueva Carta Magna, consensuada y con una proyección a largo plazo, muestra la deriva de la clase política –y del sistema en general– para entender y leer las necesidades y deseos de la sociedad chilena. Desde antes del estallido social de 2019 –al menos una década–, el hervidero de muchos años de profundas desigualdades ya estaba haciendo mella en el país, polarizando las posturas, haciendo naufragar a quienes habían tenido el poder y no habían tomado medidas para frenar la dinámica centrífuga; y, especialmente, haciendo perder la confianza absoluta en las instituciones y en sus representantes, ya bastante precaria a causa de colusiones, corruptelas y una profunda inoperancia.

Ante este panorama, nadie puede atribuirse el triunfo o el fracaso del plebiscito del 17 de diciembre. El Gobierno consigue frenar la amenaza de una Constitución contraria, pero demuestra su incapacidad para cumplir con la promesa de la renovación del texto, ya sea por falta de apoyo o porque, definitivamente, no ha sabido jugar las cartas adecuadas para conseguirlo. La oposición, en tanto, ha derrochado una oportunidad que le hubiera permitido instalar las bases para desarrollar su programa con pocas complicaciones en un futuro posible. Mi duda es, todavía, si la jugada maestra de la segunda intentona constitucionalista no fue más que una farsa para mantener la vigencia de la actual Carta y darle cierta legitimidad por unos años más, con sus numerosas reformas, hasta que las fuerzas políticas vuelvan a ajustarse en las cámaras.

Quien más pierde, en suma, es el país y su ciudadanía. ¿Por qué? Porque no llegarán a corto plazo las soluciones o los cambios necesarios para frenar algunos problemas acuciantes: la delincuencia y la sensación de inseguridad, la corrupción, la falta de confianza y, por ende, la ralentización económica; la deriva del sistema educativo y la polarización social y política, entre muchos otros. Estaba claro que la nueva Constitución no iba a cambiar nada de la noche a la mañana, pero hubiera sido más fácil empezar a construir el Chile del futuro sobre una ruta de consenso que, a corto o medio plazo, me temo que no veremos.

Solo pido altura de miras para evitar la profundización de las brechas que nos separan y seamos capaces de entender que la única forma de avanzar es en conjunto, sin revanchismos y, por supuesto, sin dar pasos atrás en derechos y deberes. Es la única manera de que podamos decir que “no ganó nadie” en vez de “lo hemos perdido todo”.

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