El camino ha valido la pena


Cuando estoy a punto de cumplir 21 años desde que cambié mi vida en Chile por una nueva aventura en España –y empujado por un texto que me topé sobre lo que implica ser expatriado– me puse a recordar algunos de los momentos finales antes de la despedida. Pese a que no cambiaría por nada mi decisión de entonces, hay que reconocer que no fue nada fácil.

Primero, dejas esas certezas que te arropan: tu casa, tu familia, tus amistades y, en mi caso, un trabajo que en ese momento me ofrecía seguridad y posibilidades, además de lo mucho que me gustaba. Soltar todo eso implica un gran salto al vacío: te vas a un lugar nuevo, distinto, sin redes de seguridad. Al menos, yo tenía la ventaja de que el idioma no sería un obstáculo (aunque en algunos momentos bastante divertidos lo fue).

Segundo, pierdes muchas referencias, propias y ajenas. Dejas de ser “el hijo de”, “el hermano de” o “el amigo de”, y pasas a ser tú, sin cargas ni historia. Te conviertes en un doble extranjero: no eres del nuevo lugar, pero también pierdes conexión con tu tierra. Hablas distinto, ves cosas nuevas, aprendes mucho, te conoces más a ti mismo y eso te hace avanzar a gran velocidad. Lo que vives en tu país de acogida te marca para siempre y muchas veces resulta sorprendente ver la manera nueva en la que piensas, reaccionas o actúas.

Y, en tercer lugar, aprendes a golpes lo que significa la frase “rascarse con tus propias uñas”. En mi caso, no tenía a quien recurrir en los momentos complicados. Entonces descubres habilidades y fortalezas que ni sabías que podías tener.

Pero hablemos de emociones. Desde que tomé la decisión e hice el anuncio de mi partida, todo fue bastante intenso. En menos de 45 días iba a estar arriba de un avión con destino a Mallorca para probarme a mí mismo. Con la familia fue fácil, en realidad, pero hubo ciertos momentos que me marcaron.

Una noche, a dos semanas de la partida, mi madre se acercó llorando, desconsolada, para decirme: “estás destruyendo la familia”. ¿Podéis imaginar la carga que había en esas palabras? Era una responsabilidad que no me correspondía, sobre todo porque yo entonces lo único que quería –y necesitaba– era encontrarme a mí mismo y descubrir mi lugar en el mundo. Lloramos bastante y traté de hacerle entender que, si bien no era una decisión fácil, debía hacerlo. Y que, por supuesto, nunca fue mi intención hacerle daño a nadie. Sé que lo hizo desde el amor y la tristeza, pero fue un golpe muy duro.

Y luego la exigente respuesta de qué pasaría si me equivocaba en este paso en mi historia. ¡Claro que me aterraba! Mucha gente me decía “¡Qué valiente eres!”, pero en el fondo era un cobarde que le tenía miedo a todo y que en un ataque de impulsividad tomó una decisión que le cambiaría la vida para bien, aunque en ese momento no estaba nada claro.

Las despedidas no fueron un trago fácil tampoco. Hice varias rondas con amistades y con familia en las que, si bien soñaba con las aventuras nuevas y una vida en libertad, también escondía muchas cosas: las razones que motivaron mi decisión y lo que yo esperaba encontrar. Lloré mucho, porque tengo la fortuna de contar con grandes y profundos lazos, y no era fácil asumir que la distancia podía ser un problema.

El adiós con mi familia fue extremadamente conmovedor. Recuerdo estar en el aeropuerto con mis padres y mi hermana, tratando de mantener la compostura, sin éxito. ¡Esos abrazos los siento hasta hoy! Crucé el control de Policía hecho un mar de lágrimas ante la vista de todo el mundo. Muy pocas veces en mi vida he sentido tal sensación de desconsuelo. Afortunadamente, mi madre, con toda su intensidad, logró atravesar el control también para darme un abrazo y decirme que todo estaría bien. Ella, en su infinita pena y dejando atrás sus miedos, consiguió darme la entereza para continuar.

Por suerte soy de procesos emocionales rápidos y prácticos. Entré en “modo avión” poniendo toda mi atención en el vuelo y en lo que debía hacer para no perderme en el aeropuerto y llegar a destino. ¡Era la primera vez que cruzaba el charco! Y encima lo hacía solo, lleno de inseguridades.

Las primeras veces (la primera Navidad, el primer cumpleaños, las fechas señaladas, etc.) son experiencias duras. Estás lejos de todo, recién construyéndote como la nueva persona que eres y es obvio extrañar. Duele. Da pena. Pero, poco a poco, todo se va colocando en su sitio y vas encontrando a quienes se convertirán en tu familia escogida. No es que sustituyan los afectos pasados, que seguirán estando, sino que creas un espacio y una red de seguridad que será la que te ayudará a salir adelante.

Hoy, veintiún años más tarde, las emociones se viven de otra manera. ¿Extraño? ¡Claro que sí! Pero es diferente. Hay una nostalgia más pausada y madura. No es una pena infinita, sino un amor diferente que es capaz de querer con distancia y paz. Y tenemos la fortuna de contar con la tecnología para que esa separación física se sienta menos. No es lo mismo, por supuesto, pero lo hace más llevadero. 

Pese a todo, no volvería atrás. Ese billete de ida que me trajo a España se convirtió en el pasaporte hacia la persona que soy, hacia los sueños y metas cumplidos, hacia lo que he conseguido. Y, si bien me he equivocado muchas veces y he tenido que volver a levantarme después de algunas caídas, no dudo ni por un segundo de que la decisión que tomé fue la mejor y la más importante de mi vida. Esa es la razón por la que me siento en paz con quien fui y con quien soy ahora. Incluso con lo que venga en el futuro. El camino ha valido totalmente la pena.

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