🏳️‍🌈 ¡Felices 13 años! 🏳️‍🌈




“Queridos padres: Esta es una carta que mi mente lleva meses escribiendo y corrigiendo, quizás años, pero que mis manos se resistían a traspasar al papel…”. Así empezaba la carta que mis padres leyeron hace ya 13 años y en la que, tras mucho dar vueltas, me decidí a entregar (ayuda de mi hermano mediante). Era el momento. Me había cansado de ocultarme. Me había cansado de tener miedo. Me había cansado de ser dos personas.

Sí, durante muchos años tuve un yo exterior y un yo en la sombra. El exterior, a veces, tenía problemas para ocultar el dolor del otro, la rabia, la angustia, el miedo, la soledad. Pero también tenía buenos momentos y temporadas mejores. A veces, la barrera se rompía y me echaba a llorar sin entender muy bien la razón y sin ser capaz realmente de explicarlo (o simplemente no era lo suficientemente valiente para hacerlo). Otras era una olla a presión que explotaba arrasando todo a su paso. Carácter decían que tenía. No, era una mezcla de angustia y de ira.

¿Por qué? Porque mi futuro no era muy prometedor entonces. No era al menos uno que a mí me resultara atrayente. Si seguía por el que decían que era el buen camino, iba directo al fracaso emocional y personal, probablemente con consecuencias terribles para mí y para las personas que, potencialmente, hubiera tenido a mi alrededor. Ya he explicado en publicaciones anteriores que solo la idea de casarme y tener una familia –el camino que la familia y la sociedad trazan para una persona sin preguntarle siquiera–, a pesar de todo lo romántico y bonito, me horrorizaba. No me sentía capaz de vivir en una mentira con alguien, tener hijos porque tocaba o seguir ese recorrido porque era lo “normal”.

Y mi futuro ideal, siendo un hombre homosexual, estaba teñido de todo lo malo que había aprendido y aprehendido en el colegio, en la iglesia, en la familia: soledad, desprecio, pobreza, enfermedades, infelicidad, aislamiento, tristeza… Quienes entonces –y todavía– sostienen estas ideas ¿nunca han pensado en lo perversas y retorcidas que resultan? ¿Nunca han calculado el daño a la personalidad, la autoestima y las emociones que hacen? Quizás sí, porque es un método comprobado. Nada como el miedo para controlar comportamientos…

Así, y sin realmente tener ninguna certeza de cómo podía resultar mi experiencia, tardé mucho tiempo en reunir el valor para salir del armario. Lo hice a los 33 años, en 2010. Un 10 de marzo. Lleno de nervios y de angustia, con el corazón latiendo a mil por hora. Hasta que sonó el teléfono desde el otro lado del mundo. Mi hermana me decía que estaba todo bien y mi madre, arrancándole el teléfono de las manos, me decía “te quiero”.

Soy incapaz de poner en palabras la sensación que nació en ese momento. No sé si paz es lo suficientemente grande para describirlo. Liberación. Libertad. Alivio. Aire. Ligereza. Luz. Quería reírme y llorar a la vez. Quería gritar. Quería besar y abrazar. Quería decirle al mundo que era libre. Quería saltar. Quería dormir sabiendo que todo estaba bien.

Desde entonces, y tal como he repetido hasta la saciedad, me dejó de importar lo que otras personas dijeran de mi vida amorosa o de mi sexualidad. Poco a poco empecé a liberarme de las trabas que me había(n) impuesto y de muchas cosas que limitaban mi necesidad de expresarme. No creas que tengo todo resuelto. Ha sido un gran paso, pero no vamos a lanzar cohetes ni a dictar cátedras de cómo conseguirlo. Pero sí, hoy, a mis 46, a 13 años de ese gran hito en mi vida, estoy mucho más cómodo en mi piel de lo que nunca antes he estado. Y eso, siempre, es un motivo de celebración. ¡Felices 13 años fuera del armario!

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