Un acto de coherencia


¡Qué gay! Ese fue el comentario que alguien que pasaba por mi cuenta de Instagram dejaba en una de mis tantas publicaciones sobre el Orgullo. ¿Duele? No, nada. ¿Aterroriza? Menos. ¿Es innecesario? Completamente.

Unos días más tarde, Facebook me recordó una campaña de la marca Always en el que se buscaba revertir el concepto de “como una niña”. Es decir, que “corres como una niña”, “peleas como una niña” o “lanzas como una niña”, entre otros, dejaran de ser considerados como un insulto o como algo ridículo e inferior no solo por quienes lo utilizaban para atacar, sino por las propias personas, niñas o niños, que interiorizaban esa connotación negativa. Y me resultó fácil conectar ambos momentos.

Ese ¡Qué gay! no pretendía ser una reafirmación de mi homosexualidad y un reconocimiento poderoso de mi identidad. Más bien era una burla, una expresión con sorna sobre mí que, además de ser totalmente gratuita (nadie le había invitado a comentar), demuestra una actitud infantil y tirana muy propia de las personas que responden desde el acoso y la violencia a sus propias carencias. 

No es primera vez que me ocurre. Hace unos años, un primo muy cercano, respondió a una de mis historias con un “¡qué gay!”, recurriendo a esa parte más primaria del género masculino que debe marcar distancia con la pluma, las emociones y lo femenino, o con cualquier cosa que pueda ser considerada débil en su mundo chorreante de testosterona y virilidad. En ese momento respondí que sí, qué gay y a mucha honra. Pero llegar hasta ahí me había costado muchos años de miedos, inseguridades y penas.

Es un acto de coherencia que siendo gay haga cosas que sean leídas y procesadas como “gay” por las demás personas. No tengo ninguna obligación de cambiar mi forma de ser, de pensar, de actuar ni menos de intentar “pasar” por algo que no soy. Creo que lo intenté ya muchos años de mi adolescencia con poco éxito como para seguir, a mis 45, fracasando estrepitosamente. Soy gay las 24 horas del día y todo lo que hago en esa franja de tiempo está teñido de mi gaydad, de mis vivencias, de mis sentimientos, de mis emociones, de mis experiencias. No puedo ni quiero apagar mi homosexualidad para que quienes me rodean puedan “vivir mejor” (de esta idea surgen todas las frases de “que lo hagan en su casa”, “que no hace falta que se besen en público”, “que a mí no me molesta su existencia mientras estén lejos…”). Lo que necesito es hacer las paces conmigo para que yo pueda vivir mejor y bien como soy, en el lugar que sea. Y la sociedad necesita entender que “aguantarnos” no es la actitud correcta, igual que la tolerancia. No queremos que nos toleren o nos aguanten desde la superioridad moral que dicen tener. Lo que exigimos es que se nos deje vivir sin miedo.

Las palabras están cargadas de significado e intención. “Como una niña” o “Qué gay” son dardos envenenados en la mayoría de los casos. Y lo seguirán siendo en la medida en que, por un lado, no encontremos en nuestro interior el antídoto para que dejen de hacernos daño. Y, el más importante, para que enseñemos a las nuevas generaciones que hay cosas con las que no se juega, que hay reglas, que el respeto hacia la diversidad y la libre expresión de la identidad son el camino que nos permite a todas las personas desarrollarnos y crecer en libertad, con la seguridad de que nadie intentará lanzarnos su ponzoña para acorralarnos, para coartarnos, para evitar que seamos quienes somos y queremos ser

📸 Foto de Mireia Toledo

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