"¿No te da vergüenza salir a la calle?", me preguntaba una de las personas que, supuestamente, estaba ahí para protegerme. Y su pregunta tenía una raíz clara: mi gordura. Su hostilidad se sumaba a la de muchas otras personas que, por las razones más diversas –desde la salud hasta la estética, o simplemente porque era fácil victimizar al obeso por su falta de control– consideraban que era necesario hacerme saber, repetidamente, que no encajaba en sus estándares.
Mi abuela –sí, mi abuela– continuaba: "¿Tus amigos no te tienen miedo por ser tan gordo?". Y yo, con 10, 12 o 14 años no tenía las herramientas para poder decir nada y solo me quedaba seguir tragándome mis sentimientos. Porque sí, soy un comedor emocional. Pero no de aquellos que pueden saltarse una comida por angustia o nerviosismo, sino de aquellos que riegan todas sus emociones comiendo. ¿Estás feliz? Celebra comiendo. ¿Estás triste? Un poco de comfort food te vendrá bien. ¿Ansiedad? ¿Alegría? ¿Depresión? ¿Aburrimiento? ¿Euforia? ¿Soledad? Un buen atracón sirve para todo…
He tenido, la mayor parte de mi vida, una relación muy poco sana con la comida. No porque comiera basura, sino por las razones subyacentes y la forma de comer. Supongo que puedo reconocer que vivir en el armario no ayudaba en nada a este problema, pero tampoco explica directa ni totalmente mis kilos de más. Pero claramente ha sido una forma de llenar un vacío y una forma de sobrecompensar otras carencias.
Independientemente de las razones, la sociedad se ha encargado de decirme lo mal que estoy. Y lo ha hecho implícita y explícitamente. La primera, en todos esos baremos que "miden" la belleza, la salud y la vida cotidiana. Incluso, con la dificultad de encontrar ropa de tu talla en una tienda, porque algunas de las marcas que tienen tallas grandes, hoy en día las han erradicado al comercio online. Me pasó en Nueva York hace 13 años y en Oviedo hace un par de semanas…
Hace muchos años, después de haber perdido 30 kilos, un médico se negó a ofrecerme un tratamiento para mí dolor de espalda, porque su "tabla" decía que yo estaba por encima de mi peso. En ese momento yo estaba delgado para lo que soy y para el estándar de mi familia, hacía mucho deporte y estaba bastante atlético. Pero como sobrepasaba los 95 kilos, no encajaba.
Y, ¿por qué había perdido esos 30 kilos? También es importante comprenderlo. Porque un comentario aleatorio en una tienda destrozó mi frágil autoestima de joven gordo de 20 años. Mientras esperaba a una amiga que se probaba ropa, me acerqué a unos colgadores con camisetas. Nada más tocar una para saber si era algodón, una vendedora, a varios metros de distancia, me dice a viva voz: "Esas no son para ti, son ajustadas…". Y me hundió. ¿Fue un buen revulsivo para transformar mi cuerpo? Seguro. Pero me hizo un daño emocional que podría haber tenido unas consecuencias muy distintas entonces. Por suerte no fue así y me dio por la vida sana y el deporte (después de un tratamiento de dudosa procedencia que me ayudó a perder muchos kilos de manera muy rápida, pero ese es tema para otro capítulo).
Explícitamente también la sociedad ha hecho notar mi obesidad, de manera persistente y agresiva. ¿Agresiva? No porque se haya dicho con violencia (que también), sino porque, en general, la gente no se da cuenta del daño que hacen sus comentarios gordófobos. Porque, aunque tengan las mejores intenciones y motivaciones, esconden una gordofobia profunda y arraigada socialmente.
Es urgente comprender que cuando alguien es o está gordo lo sabe. Yo vivo con mi cuerpo cada día y lo veo en el espejo, lo siento en mis manos y sé perfectamente lo que hay, por lo que no necesito que me lo recuerden de manera constante. Pero, lamentablemente, la sociedad siente la imperiosa urgencia de hacerme saber que hay algo malo en mí.
Además, se hace con gran condescendencia, porque según el inconsciente colectivo, o lo que sea, las razones que explican la obesidad de alguien son siempre su falta de control, su nula voluntad y la ausencia total de preocupación por su aspecto y su salud. No digo que no sea así, pero creedme, como gordo que ha probado cientos de dietas, que ha sufrido acoso, que ha engordado y adelgazado muchas veces en la vida, que no todo es tan simple. Hay una parte genética, un componente emocional individual y muchos otros factores que inciden. Y el acoso social, más que ayudar, es un gran obstáculo.
Las redes sociales están llenas de gordofobia, propia y ajena. Chicas y chicos con cuerpos normales o delgados, pero no musculados de revista, que se autodenominan "rellenos" o "fofisanos", o directamente gordos, no son de ayuda. Y luego los comentarios de otras personas, tan dañinos e hirientes, cubiertos de superioridad, pero disfrazados de preocupación por la salud pública y que, como van dirigidos al gordo o la gorda de turno, ni siquiera son cuestionados por la masa. Volvemos a que es fácil dirigir el escrutinio hacia el gordo, porque es culpable de su propia miseria.
Por todo esto, y muchas otras vivencias, es que me ha costado años tener una relación amorosa con mi propio cuerpo. Hay épocas en que lo he escondido con mucho sacrificio y otras en que he sobrecompensado mis carencias emocionales mostrándolo. O poca piel o mucha. Quizás ahora esté en un punto más equilibrado y maduro, pero ha sido un camino muy largo y nada, nada fácil. Así y todo, me sigo haciendo daño y arrastro aún muchos complejos de larga data.
Crecer siendo homosexual y gordo en una ciudad pequeña no fue fácil. En esa época, los casi nulos referentes de hombres gay en la vida y en la fantasía eran grandes varones musculados o delgados jóvenes afeminados sin pelo y sin grasa. ¿Qué pasaba? Que, sumado al continuo mensaje de que los gays eran personas enfermas que debían optar por el celibato y la soledad para ser "acogidos" por la comunidad (cristiana), mi cuerpo no estaba hecho para ser maricón. Gordo, peludo y blancucho por la falta de sol (recordad que me escondía para no "molestar" a los demás con mi obesidad, porque me hacían saber continuamente que así era), mis posibilidades de existir y ser feliz en el mundo eran escasas. Solo, célibe y feo no era un futuro muy prometedor.
Años más tarde, cuando gracias a Internet descubrí que había muchos hombres como yo, me volvió el alma al cuerpo. Osos se hacían llamar. Y era una comunidad que nació para acoger a todos quienes no cabíamos en esos estándares y estereotipos, pero que al final también se ha convertido en un agente fiscalizador y discriminador: si tienes más o menos pelo, si eres más o menos gordo, si tienes músculos o no, si eres o no calvo… Afortunadamente, esto me ha pillado ya mayor y me ha hecho menos daño. Pero el peligro de que me pueda afectar mañana o pasado mañana está ahí.
Y hasta aquí he hablado solo de obesidad, de lo corporal. Justo ahora mismo estoy leyendo Gay Sex, de Gabriel J. Martín en el que, entre muchas otras cosas, aborda el concepto de autoestima erótica. Esto es la valoración que hacemos de nuestro propio erotismo y de la capacidad de erotizar a otras personas. ¡No sabes la felicidad cuando te sientes sexy y te das cuenta de que eres atractivo para otras personas, sobre todo después de tantos dardos recibidos!
Obviamente, la autoestima erótica tiene que ver con todas las otras autoestimas y con la relación que tengamos con nuestro propio cuerpo (y la mente y las emociones…), así que imaginad lo complicado que es sentirse sexy cuando el mundo, así en general, te dice que estás mal: no tienes referentes en la publicidad, en el cine ni la televisión (algún día hablaremos de la falta de representación de cuerpos gordos en las pantallas, que es abrumadora, y que cuando se hace es desde la condescendencia y la problemática); no tienes control sobre ti mismo, no tienes ganas de ser feliz ni de llevar una vida sana, no tienes voluntad, eres anormal… y un larguísimo etcétera de lindezas. ¡Como para tener una relación amorosa con tu cuerpo! Al contrario, el mensaje te lleva a querer castigarte y someterte a las mayores burradas para entrar a ese ansiado estándar social. Y eso es una fuente de gran peligro.
Hoy, que sé que tengo unos cuantos kilos de más (después de una época en la que he relajado bastante mi vigilancia respecto a lo que como), me sigue dando un poco de ansiedad el verano. En pocos días me tocará enseñar chicha en la playa o en las piscinas. Y me tocará sentir (o no) esas miradas condescendientes. Y tendré que escuchar (o no) comentarios al respecto de mi estado actual, de lo bien que estaba hace unos años y de lo que debo hacer para recuperar esa figura. Pero estoy trabajando simplemente en disfrutar y dejar fuera todos esos agentes externos que, además, no he solicitado. ¿Te resuena algo, asociado a algunos movimientos sociales, en cuanto a que no necesitamos valoraciones ajenas, más cuando no las hemos pedido? Pues eso mismo aplica en este caso.
¿Tengo un cuerpo? Sí. ¿Es verano? Sí. Pues ya tengo cuerpo para el verano. Es mío, es el que hay (de acuerdo a mis posibilidades, intereses y voluntad actuales) y voy a intentar quererlo y disfrutarlo como se merece. Como, por fin, me merezco. Que para dolores y vergüenzas ya he tenido suficiente.
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