Hace 7 años estuve en Ámsterdam por primera vez. En pleno verano, la buena temperatura y el sol convocaron a turistas y locales en una efervescente y húmeda ciudad. Durante días llenamos calles y canales, en los que había música, voces, risas y mucho ajetreo. Esta vez la ciudad está confinada. Su belleza sigue intacta, aunque el silencio y la soledad son ahora la seña de identidad. Las tiendas, casi todas cerradas, miran mudas desde sus escaparates las aceras vacías. Los tranvías atraviesan la ciudad con unos pocos asientos ocupados, a un ritmo lento, comedido, respetando esa calma inquietante de una urbe que parece, a ratos, suspendida en el tiempo.
Se hace raro vivir la ciudad de esta manera. Claramente está respirando, pero su ritmo es casi imperceptible en muchos rincones. Sobre todo al final de la tarde, ya encendidas las mortecinas luces de las calles, es el momento de mayor impacto. Hasta los luminosos escaparates del Barrio Rojo están vacíos y lúgubres.
Un puñado de tiendas resisten el viento, la lluvia y el frío, pero poco tienen que hacer ante la estampida de los seres que, aprovechando las horas de luz, pasaron por sus puertas antes de la caída de la noche, a las cinco de la tarde. La única vida está en esas maravillosas ventanas hacia el interior de los hogares, algunas todavía con los restos de las Navidades, aunque muchos árboles cortados para la ocasión yacen en las aceras a la espera de su destino definitivo.
Curiosamente, el confinamiento no ha sacado las mascarillas a la calle. Por primera vez en muchos meses, veo más sonrisas y bocas que trozos de telas o protectores quirúrgicos, un choque cultural ante la presión que las últimas variantes han provocado, alejando un poco más el punto final de esta pesadilla que está a punto de cumplir dos años.
Hasta una manifestación numerosa acabó en enfrentamiento debido al hartazgo de quienes no aceptan las restricciones ni creen en el virus. 🎶Stand up for your rights🎶, nos cantó una mujer con una pancarta al vernos con la cara cubierta, mientras hacíamos una parada técnica en un banco a orillas de un canal. La práctica de tomar un café en una terraza o en un local ha sido barrida por la realidad que obliga a viandantes y turistas a vagar continuamente por puentes y aceras hasta que las piernas reclaman el merecido descanso, o el hastío del movimiento continuo les empuja al descanso o la involuntaria reclusión.
Así y todo, esta ciudad tiene magia. La he visto más sucia y apagada, más silenciosa y menos efervescente. Pero su talante sigue intacto, únicamente a la espera impaciente de poder bullir como un día de verano libre de miedos y limitaciones. De la misma manera en que ansío abrazar a los míos.
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