Yo soy inmigrante y no vivo del
Estado. Es más, seguramente he estado ayudando a mantener a muchas familias en
España con los más de 14 años que llevo pagando impuestos (los que
corresponden), sin evadir ni equivocarme; y, por supuesto, sin quejarme. Porque
el hecho de pagarlos correctamente me hace dormir tranquilo y me da cierta
seguridad para el futuro, para cuando realmente necesite algún tipo de ayuda.
Yo soy inmigrante y no “utilizo”
los servicios públicos. En 14 años he tenido la fortuna de ir 4 veces al médico
de la Seguridad Social y ya. No he hecho uso tampoco de la educación pública
(no tengo hijos y yo ya venía educado) y todo lo que he hecho para formarme lo
he pagado directamente. Nunca he cobrado bonos ni me han regalado nada por el
hecho de no haber nacido aquí. Es más, hasta podría decir que en muchas cosas
lo he tenido más difícil, precisamente porque todavía pesa el hecho de ser extranjero.
Yo soy inmigrante y nadie me regala
nada. La falacia de que los inmigrantes venimos a “robar” trabajo y a quedarnos
con las cosas de los demás, no es más que la incitación al miedo y al odio que
los extremos políticos hacen para enardecer a las masas desinformadas. Es tanto
el hecho de que nadie me regala nada, que todo lo que he conseguido ha sido
gracias al esfuerzo y la constancia.
Yo soy inmigrante y nadie me
mantiene. De hecho, vivo de lo que gano con largas jornadas de trabajo (mucho
más largas que las de muchos individuos autóctonos) y no me sé ningún truco
para aprovecharme de los demás. Sobre todo porque trabajo como autónomo y mi
futuro depende en gran parte de mi capacidad de trabajo, de mi responsabilidad
y de la calidad y resultados de mis entregas. Nunca he esperado que nadie me dé
nada porque sí y nunca he utilizado la carta de la migración como recurso,
porque no he tenido que hacerlo. Lo haría, por supuesto, si de eso dependiese
el futuro de mi familia, como haría cualquiera en una situación extrema.
Yo soy inmigrante y no tengo más
garantías que ningún ciudadano. Tengo las mismas que todos los demás. Los
mismos derechos y obligaciones. Sí me preocupo por aquellas personas que no
tienen los mismos derechos por otras causas: refugiadas, tratadas, esclavizadas,
vendidas…, y busco la forma de poder aportar para hacer de sus nuevas vidas
algo mejor y evitar que se encuentren con los muros de ignorancia que el
discurso político del miedo construye a lo largo de sus fronteras.
Yo soy inmigrante y no me cambié
de país para recibir ayudas sociales. Me cambié de país para poder vivir
libremente, para ampliar horizontes, para conocer otras formas de vida. Me
cambié de país para entender que mi ombligo no era el centro del universo, que
mis problemas puestos en perspectiva son muy pequeños y que mi verdad no era
absoluta ni única. Me cambié de país para entender que el de al lado no es mi
enemigo y que juntos podemos llegar más alto. Me cambié de país para comprender
que el discurso del miedo es la mejor forma de controlar la opinión pública
porque está vinculado con los instintos más básicos.
Yo soy inmigrante y los discursos
extremistas me hacen daño. Me genera una angustia vital profunda tener que
estar justificando mi condición de inmigrante, sea por la razón que sea. Me genera
miedo –bastante– la polarización social, el odio, la desinformación, la
manipulación y el hecho de que se nos convierta en arma arrojadiza para arañar
un puñado de votos, a cambio de una efervescencia social que no trae nada bueno.
Me genera una profunda preocupación porque es un discurso que cala –históricamente
lo ha hecho– en épocas de crisis y, si nos paramos a mirar, lo que ha generado
ha sido devastador a gran escala.
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