El miércoles 19 de diciembre me invitaron a dar un discurso breve en la entrega de premios del I Concurso de Relatos del Hospital Universitario de Getafe. Es toda una experiencia, debo decirlo, pero absolutamente grata. Hace bien conocer de cerca la labor que hacen y cómo lo vive el propio personal sanitario.
El tema, cómo no, era la humanización en el trato con el paciente, en el día a día de la labor hospitalaria. Así que hice un breve repaso literario y personal que más abajo copio para que podáis leerlo.
Fue muy grato repetir la experiencia. Ya había estado en otro concurso literario en el Hospital Severo Ochoa de Leganés hace más de tres años y medio, y me encantó que me volvieran a llamar. Me dejaron invitado para el futuro, pero como no se cuiden no me van a sacar de allí. Se me quedaron muchas cosas por contar, porque es un tema que, además, me interesa muchísimo a nivel de trabajo de comunicación, de empatía y de humanidad.
El tema, cómo no, era la humanización en el trato con el paciente, en el día a día de la labor hospitalaria. Así que hice un breve repaso literario y personal que más abajo copio para que podáis leerlo.
Fue muy grato repetir la experiencia. Ya había estado en otro concurso literario en el Hospital Severo Ochoa de Leganés hace más de tres años y medio, y me encantó que me volvieran a llamar. Me dejaron invitado para el futuro, pero como no se cuiden no me van a sacar de allí. Se me quedaron muchas cosas por contar, porque es un tema que, además, me interesa muchísimo a nivel de trabajo de comunicación, de empatía y de humanidad.
Pero antes, comparto la presentación que me hicieron durante el acto de entrega de premios. ¡Es que suena tan bonito!
Para acoger la entrega de premios hoy contamos con la compañía del escritor Tomás Loyola Barberis.
Tomás es periodista, Social Media Manager y Experto en Redes Sociales. Tiene una amplia experiencia en prensa, medios digitales, blogs, páginas web, formación presencial, e-learning, atención al cliente, reclamaciones y campañas de venta.
En el campo que nos ocupa hoy, ha publicado 2 libros sobre Redes Sociales y, recientemente, ha unido conocimientos, experiencia y hobby en la edición de 3 libros de cocina (“Al horno”, “Cocina sana para intolerancias” y “Tomás en la cocina. Recetas y secretos para principiantes”), que han tenido un gran éxito, con firma de ejemplares en la Última Feria del Libro de Madrid, sin ir más lejos. Hoy va a ofrecernos la ponencia: “La literatura es la fuerza que mantiene a la Medicina en el campo de lo humano”.
Y aquí es donde, después de la presentación, agradezco y empiezo mi intervención...
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Buenos días. Gracias por haberme invitado a la entrega de premios del concurso de relatos convocado por la Comisión de Calidad Percibida y Humanización del Hospital Universitario de Getafe, en el que habéis participado. Y precisamente de eso quisiera hablar con vosotros esta mañana.
Hace casi exactamente 15 años escribía Nuria Amat en El País que la “Literatura es la única forma de vida posible para cualquier persona con afán y voluntad de ser algo o alguien en el mundo”. Una frase contundente y que casi podría convertirse en el primer párrafo de una de esas novelas inolvidables.
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, abría la fantástica Cien Años de Soledad, de García Márquez.
El Aleph, de Jorge Luis Borges, comenzaba con “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita”.
O “Soy un hombre enfermo... Un hombre malo. No soy agradable. Creo que padezco del hígado. De todos modos, nada entiendo de mi enfermedad y no sé con certeza lo que me duele. No me cuido y jamás me he cuidado, aunque siento respeto por la medicina y los médicos. Además, soy extremadamente supersticioso, cuando menos lo bastante para respetar la medicina (tengo suficiente cultura para no ser supersticioso, pero lo soy). Sí, no quiero curarme por rabia. Esto, seguramente, ustedes no lo pueden entender. Pero yo sí lo entiendo”, eran las primeras líneas de las Memorias del subsuelo, de Dostoievski.
Es precisamente el mundo de la medicina una tierra fértil para la imaginación y para la literatura. La frialdad científica se templa y se humaniza con la experiencia universal de la enfermedad, ese temor o fantasma que toca a cada ser humano, independientemente de donde viva. Sea un virus pasajero o una enfermedad incurable, el miedo es compartido y un vínculo capaz de remover la imaginación, lo visceral y lo racional del ser humano.
A lo largo de los siglos hemos visto que la aparición de una enfermedad se convierte en un hito literario de gran relevancia, capaz de moldear heroínas y héroes, y de aplastar a invencibles, creando atmósferas únicas, desde la emoción más profunda hasta el páramo más frío y estéril que podamos imaginar.
Es el poder del lenguaje, el filo de las palabras y la forma en que creamos nuestra cultura y nuestro entorno letra a letra, como si fueran los ladrillos y las amalgamas capaces de construir y sostener la realidad que nos rodea, que al final será el sustento de nuestras creencias, de nuestros miedos, de nuestras alegrías y de nuestros fracasos. Porque tenemos que hacernos a la idea de que este mundo en el que vivimos está lleno de micromundos, tantos como personas.
Pero la literatura es también el camino que permite a las y los profesionales sanitarios exorcizar sus propios miedos, exponer sus motivaciones, arrancar de sus emociones todo aquello que como individuos les afecta de forma personal. Leyendo a los clásicos, los de siempre y los que están por venir, somos capaces de poner en palabras nuestros sentimientos, de construir esa realidad de la que hablábamos y que nos rodea sin remedio. Esto nos permite darle foco a una imagen borrosa de realidad en la que la deshumanización parece la tónica: la tecnología acecha permanentemente como fuente de separación entre las personas, en una paradoja sin fin en la era de la comunicación infinita. Estamos hiperconectados, pero cada vez más aislados los unos de los otros. Las pantallas, como las lanzas y los escudos de las novelas de caballería, son las armas que nos resguardan de la intimidad, de bajar la guardia y de sentir.
Hace unos días, mientras preparaba este texto, comentaba con una persona que lleva años dedicada al ámbito de la salud, que el hecho de “separarse del otro” es simplemente un mecanismo de defensa para soportar el dolor ajeno y no hacerlo propio. Y que, si bien a veces resultaba imposible no empatizar profundamente con una historia, lo habitual era utilizar ese escudo de profesionalidad, practicidad y tecnicismos, siendo amables y precisos en la medida justa.
Estoy casi seguro de que alguna vez en vuestra práctica profesional o en vuestra experiencia como pacientes, habéis sentido una falta total de vinculación entre vosotros y quien os atendía o a quien atendíais. Es otro de los peligros vinculados a la eficacia y a la productividad. Como ideales no son negativos, ¡claro que no! Pero jamás deben convertirse en el cristal detrás del cual perdemos el motor central de nuestras vidas como personas y como profesionales sanitarios: la humanidad.
Y esa humanidad es la que debería teñir todo el dibujo que contiene nuestra realidad: la personal y la profesional, la de los ideales y la de la práctica, la palpable y la imaginada. Porque es ella la que, según el médico mexicano, Ignacio Chávez, “impide poner en la ciencia una fe mítica, creyéndola de valor absoluto, y le ayuda a comprender, humildemente, la relatividad de ella y a admitir que la ciencia no cubrirá nunca el campo entero de la medicina; que por grandes, por desmesurados que sean sus avances, quedará siempre un campo muy ancho para el empirismo del conocimiento, para la “casta observación” de nuestros antepasados”.
Imagino que en este hospital las cosas funcionan de otra manera, pero mi experiencia personal, tanto en la sanidad pública como en la privada y tanto siendo paciente como acompañante, me ha generado muchas veces una absoluta desolación. Por un lado, por la falta de empatía que he sentido por parte de mi médico de cabecera. Por otra, porque a veces los nervios juegan una mala pasada y me resulta imposible comprender el diagnóstico o el tratamiento cuando acompaño a un familiar en un proceso hospitalario. Y esto no lo digo como crítica, sino como forma de constatar una sensación que resulta incómoda y poco amable para quienes no acostumbramos a tener un techo como este sobre nuestras cabezas.
Estoy seguro de que para vosotros entrar a un hospital es cuestión de cada día. Para mí, como para muchas otras personas, es entrar en un mundo complejo, lleno de incertidumbres, y el posible escenario de las mayores alegrías o de las más grandes tragedias. Si encima le restamos humanidad en aras de la eficiencia, la situación puede tornarse insostenible.
No olvidéis que cada paciente es único, que cada historia médica es un viaje narrativo que se escribe mano a mano con la realidad de vuestros pacientes y con la vuestra también. No dejéis pasar por alto que cada cita es un hito literario en la historia de un paciente. Y es el campo perfecto para el diálogo, para la imaginación, para el reconocimiento de quienes participan de la historia, para plantear el escenario, el desarrollo y el desenlace… ¿Os suena familiar?
Por eso es importante que existan momentos y experiencias como este nuevo concurso de relatos, porque demuestra vuestro interés y el del Hospital Universitario de Getafe por enriquecer una parte fundamental en el cumplimiento del objetivo más básico de la atención sanitaria: “Para que hombres y mujeres vivan jóvenes y sanos toda su vida, y finalmente mueran sin sufrimientos y con dignidad, lo más tarde que sea posible”. Esta frase no es mía, por supuesto, pero es perfecta para mi propósito.
Y mi propósito no es otro que aplaudiros por generar los espacios para encontraros con vuestras emociones y mirar el mundo con otros ojos. Porque en la observación está la mejor respuesta, mucho mejor que aquella que arroja una pantalla. Al final, la vida profesional es la suma de las habilidades, los conocimientos y la sensibilidad de nuestros sentidos. Y, si confiamos en ellos y le damos el espacio que se merecen, podremos conseguir mejores resultados.
No olvidéis que la literatura es capaz de dotar a vuestra labor de un sentido práctico, de un contexto más cercano, de unas imágenes que la labor científica, técnica y burocrática son incapaces de brindarle. La literatura inspira y se ofrece como una herramienta constructora de realidades más asequibles para el gran público, para el paciente menos preparado, para las familias en momentos de estrés y de confusión.
La literatura, y las humanidades en general, son la fuerza que mantiene a la atención sanitaria en el campo de lo humano, las que recuerdan a las y los profesionales del sector que detrás de un órgano que funciona mal hay un cuerpo completo, y que al otro extremo de un diagnóstico no hay una enfermedad, sino una persona que solamente busca el mejor desenlace posible de su propia historia. Está en vuestras manos ayudarles a contarla.
Hace casi exactamente 15 años escribía Nuria Amat en El País que la “Literatura es la única forma de vida posible para cualquier persona con afán y voluntad de ser algo o alguien en el mundo”. Una frase contundente y que casi podría convertirse en el primer párrafo de una de esas novelas inolvidables.
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, abría la fantástica Cien Años de Soledad, de García Márquez.
El Aleph, de Jorge Luis Borges, comenzaba con “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita”.
O “Soy un hombre enfermo... Un hombre malo. No soy agradable. Creo que padezco del hígado. De todos modos, nada entiendo de mi enfermedad y no sé con certeza lo que me duele. No me cuido y jamás me he cuidado, aunque siento respeto por la medicina y los médicos. Además, soy extremadamente supersticioso, cuando menos lo bastante para respetar la medicina (tengo suficiente cultura para no ser supersticioso, pero lo soy). Sí, no quiero curarme por rabia. Esto, seguramente, ustedes no lo pueden entender. Pero yo sí lo entiendo”, eran las primeras líneas de las Memorias del subsuelo, de Dostoievski.
Es precisamente el mundo de la medicina una tierra fértil para la imaginación y para la literatura. La frialdad científica se templa y se humaniza con la experiencia universal de la enfermedad, ese temor o fantasma que toca a cada ser humano, independientemente de donde viva. Sea un virus pasajero o una enfermedad incurable, el miedo es compartido y un vínculo capaz de remover la imaginación, lo visceral y lo racional del ser humano.
A lo largo de los siglos hemos visto que la aparición de una enfermedad se convierte en un hito literario de gran relevancia, capaz de moldear heroínas y héroes, y de aplastar a invencibles, creando atmósferas únicas, desde la emoción más profunda hasta el páramo más frío y estéril que podamos imaginar.
Es el poder del lenguaje, el filo de las palabras y la forma en que creamos nuestra cultura y nuestro entorno letra a letra, como si fueran los ladrillos y las amalgamas capaces de construir y sostener la realidad que nos rodea, que al final será el sustento de nuestras creencias, de nuestros miedos, de nuestras alegrías y de nuestros fracasos. Porque tenemos que hacernos a la idea de que este mundo en el que vivimos está lleno de micromundos, tantos como personas.
Pero la literatura es también el camino que permite a las y los profesionales sanitarios exorcizar sus propios miedos, exponer sus motivaciones, arrancar de sus emociones todo aquello que como individuos les afecta de forma personal. Leyendo a los clásicos, los de siempre y los que están por venir, somos capaces de poner en palabras nuestros sentimientos, de construir esa realidad de la que hablábamos y que nos rodea sin remedio. Esto nos permite darle foco a una imagen borrosa de realidad en la que la deshumanización parece la tónica: la tecnología acecha permanentemente como fuente de separación entre las personas, en una paradoja sin fin en la era de la comunicación infinita. Estamos hiperconectados, pero cada vez más aislados los unos de los otros. Las pantallas, como las lanzas y los escudos de las novelas de caballería, son las armas que nos resguardan de la intimidad, de bajar la guardia y de sentir.
Hace unos días, mientras preparaba este texto, comentaba con una persona que lleva años dedicada al ámbito de la salud, que el hecho de “separarse del otro” es simplemente un mecanismo de defensa para soportar el dolor ajeno y no hacerlo propio. Y que, si bien a veces resultaba imposible no empatizar profundamente con una historia, lo habitual era utilizar ese escudo de profesionalidad, practicidad y tecnicismos, siendo amables y precisos en la medida justa.
Estoy casi seguro de que alguna vez en vuestra práctica profesional o en vuestra experiencia como pacientes, habéis sentido una falta total de vinculación entre vosotros y quien os atendía o a quien atendíais. Es otro de los peligros vinculados a la eficacia y a la productividad. Como ideales no son negativos, ¡claro que no! Pero jamás deben convertirse en el cristal detrás del cual perdemos el motor central de nuestras vidas como personas y como profesionales sanitarios: la humanidad.
Y esa humanidad es la que debería teñir todo el dibujo que contiene nuestra realidad: la personal y la profesional, la de los ideales y la de la práctica, la palpable y la imaginada. Porque es ella la que, según el médico mexicano, Ignacio Chávez, “impide poner en la ciencia una fe mítica, creyéndola de valor absoluto, y le ayuda a comprender, humildemente, la relatividad de ella y a admitir que la ciencia no cubrirá nunca el campo entero de la medicina; que por grandes, por desmesurados que sean sus avances, quedará siempre un campo muy ancho para el empirismo del conocimiento, para la “casta observación” de nuestros antepasados”.
Imagino que en este hospital las cosas funcionan de otra manera, pero mi experiencia personal, tanto en la sanidad pública como en la privada y tanto siendo paciente como acompañante, me ha generado muchas veces una absoluta desolación. Por un lado, por la falta de empatía que he sentido por parte de mi médico de cabecera. Por otra, porque a veces los nervios juegan una mala pasada y me resulta imposible comprender el diagnóstico o el tratamiento cuando acompaño a un familiar en un proceso hospitalario. Y esto no lo digo como crítica, sino como forma de constatar una sensación que resulta incómoda y poco amable para quienes no acostumbramos a tener un techo como este sobre nuestras cabezas.
Estoy seguro de que para vosotros entrar a un hospital es cuestión de cada día. Para mí, como para muchas otras personas, es entrar en un mundo complejo, lleno de incertidumbres, y el posible escenario de las mayores alegrías o de las más grandes tragedias. Si encima le restamos humanidad en aras de la eficiencia, la situación puede tornarse insostenible.
No olvidéis que cada paciente es único, que cada historia médica es un viaje narrativo que se escribe mano a mano con la realidad de vuestros pacientes y con la vuestra también. No dejéis pasar por alto que cada cita es un hito literario en la historia de un paciente. Y es el campo perfecto para el diálogo, para la imaginación, para el reconocimiento de quienes participan de la historia, para plantear el escenario, el desarrollo y el desenlace… ¿Os suena familiar?
Por eso es importante que existan momentos y experiencias como este nuevo concurso de relatos, porque demuestra vuestro interés y el del Hospital Universitario de Getafe por enriquecer una parte fundamental en el cumplimiento del objetivo más básico de la atención sanitaria: “Para que hombres y mujeres vivan jóvenes y sanos toda su vida, y finalmente mueran sin sufrimientos y con dignidad, lo más tarde que sea posible”. Esta frase no es mía, por supuesto, pero es perfecta para mi propósito.
Y mi propósito no es otro que aplaudiros por generar los espacios para encontraros con vuestras emociones y mirar el mundo con otros ojos. Porque en la observación está la mejor respuesta, mucho mejor que aquella que arroja una pantalla. Al final, la vida profesional es la suma de las habilidades, los conocimientos y la sensibilidad de nuestros sentidos. Y, si confiamos en ellos y le damos el espacio que se merecen, podremos conseguir mejores resultados.
No olvidéis que la literatura es capaz de dotar a vuestra labor de un sentido práctico, de un contexto más cercano, de unas imágenes que la labor científica, técnica y burocrática son incapaces de brindarle. La literatura inspira y se ofrece como una herramienta constructora de realidades más asequibles para el gran público, para el paciente menos preparado, para las familias en momentos de estrés y de confusión.
La literatura, y las humanidades en general, son la fuerza que mantiene a la atención sanitaria en el campo de lo humano, las que recuerdan a las y los profesionales del sector que detrás de un órgano que funciona mal hay un cuerpo completo, y que al otro extremo de un diagnóstico no hay una enfermedad, sino una persona que solamente busca el mejor desenlace posible de su propia historia. Está en vuestras manos ayudarles a contarla.
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