Me eduqué mayoritariamente en un colegio de curas, mixto y de pago. Y pese a algunas carencias que se notan más tarde en el ámbito universitario, no puedo quejarme de mi educación. Despuntaron excelentes maestros y profesores, ellos y ellas, pero también destacaron mediocres hombres y mujeres que jamás deberían haberse dedicado a la pedagogía. Aunque eso, estoy seguro, nos ha pasado a todos.
Mi vida en el colegio la recuerdo con agrado, en general. Tuve un grupo de amigos amplio y en el que me sentía protegido y querido, que si bien fue variando con el pasar de los años, siempre tuvo elementos comunes con los que hasta hoy tengo contacto y con quienes celebro cada encuentro, por muy breve que sea.
Pero no es fácil ser homosexual en un colegio de provincias en Chile. Imagino que sigue siendo complicado, aunque antes quizás lo era todavía menos, porque ni siquiera era un tema de discusión en los medios, no existían referentes y la globalización no había alcanzado todavía las aulas.
La verdad es que no me sentí nunca acosado, incluso no me sentía así cuando el apodo de maricón me llegara de frente, de lado o por la espalda. Pero igualmente dolía. Dolía más, quizás, el hecho de que, quienes debían protegerme, dejasen pasar el ataque sin más que una débil reprimenda o una simple mirada a modo de llamada de atención. Incluso recuerdo a un profesor con una sonrisa cómplice una de aquellas veces. Puede que sea una jugada de mi memoria, pero él evidentemente no supo gestionar lo que ocurría ni jamás pensó en el daño que eso podía hacer.
No obstante, insisto, eso no me afectaba o no llegó a afectarme como quizás sí le ha ocurrido a más de una persona. Esto no quiere decir que sea un hombre de hierro o una roca invencible. También tuve mis momentos de derrumbe, incluso de no querer ir al colegio una tarde, aunque en ese momento realmente no pudiese ser capaz de poner en palabras la frustración que sentía y la pena que podía causarme. Pero me levanté y seguí. Sentí que era lo que debía hacer.
Sí hay algo que recuerdo con cierta pena, una pena que la distancia física y temporal apenas deja percibir, pero que en su momento recuerdo que me calaba más hondo. Y es que nunca fui uno de "ellos", de "los hombres". En los encuentros "mixtos", casaba bien: pasábamos muy buenos ratos, nos reíamos, compartíamos, salíamos a bailar en grupo, bebíamos, etc. Pero en las barbacoas o los viajes de ellos, no cabía... Obviamente, en los de ellas tampoco. Y si bien no puedo decir que me sentí abandonado, porque afortunadamente siempre he tenido una red de amistades (mucho antes de Facebook) muy sólida y amplia, a ratos dolía ese sentido de no pertenecer, de no ser; de ser apartado, quizás de forma inconsciente, de espacios en los que podría haber querido estar o no. Al menos me hubiese gustado tener la posibilidad de decidir si quería participar o quedarme fuera...
Por suerte, no fue una época cruel. La adolescencia ya es lo bastante cruel con nosotros como para, además, vivirla en un entorno hostil. Y eso sí que debe ser duro. Muchas veces he pensado en que me perdí una buena porción de los primeros amores adolescentes, los primeros besos, "pinchar" (ligar) con alguien, hacer lo que todos, antes o después, hacían. Pero, siendo justo conmigo, no es que me perdiese esa etapa, sino que llegó más tarde, mucho más tarde.
Por eso le resto peso específico a esos detalles y recuerdo mi vida escolar con una sonrisa. De ella me llevé a grandes personas y de ella, todavía, tengo muy buenos momentos guardados. Es verdad que no es fácil ser el gay del colegio, pero tuve la suerte de que jamás tuve que temer por mi integridad o plantearme medidas más radicales a causa del acoso, del sufrimiento, de la persecución, de las golpizas, etc. Y eso sí que es buena fortuna. No puedo ni siquiera imaginar lo que significa para una persona vivir toda esta etapa con miedo.
Es precisamente esa la razón por la que cuento esto, no para dar pena, sino para que seamos capaces de comprender lo importante que es el respeto al otro, la comprensión de las diferencias y la convivencia natural con ellas en la sociedad. Y no solo para los gays y lesbianas que viven su vida en silencio, en la sombra, sino para todas aquellas personas que han sufrido y están sufriendo de acoso en el colegio por esas diferencias que, si bien ahora parecen un infierno, en el futuro son las que harán que sean individuos únicos. No podemos permitir que borren nuestras diferencias... ¡Todo mejora!
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