Después de publicar la carta en la que contaba a mi familia quién era realmente, vino un proceso importante de mi reafirmación como persona. Es verdad que llevaba ya un tiempo fuera de casa de mis padres, de mi ciudad, de mi país, pero no podía dejar de pensar en las posibles consecuencias que tendría el que ellos supiesen que era homosexual. Tenía miedo, sí. Lo tenía. A veces hoy todavía lo tengo, porque resulta complicado cambiar todas las estructuras; incluso a veces reacciono por instinto y me sorprendo que, a día de hoy, se me hace un nudo en el estómago cuando alguien pregunta directamente si soy gay o no.
¿A alguien le han preguntado directa y hasta violentamente si es heterosexual alguna vez? Suena ridículo pensarlo al revés, pero es cierto que se espera de los gays y lesbianas que "anuncien" su condición, que "hagan públicas sus preferencias", que compartan una intimidad que no es un factor relevante para ningún otro aspecto de la vida que no sea el privado, el íntimo, ese que la gran mayoría de las personas guardan celosamente.
Ser homosexuales no nos hace más ni menos competentes en el trabajo, en el deporte o en la vida diaria; nos nos hace mejores ni peores en ningún aspecto; no nos favorece ni nos perjudica en las relaciones interpersonales con otros individuos; no nos otorga beneficios ni costes extra como ciudadanos ante los ojos de la ley... Simplemente nos hace iguales, personas, seres humanos. ¿Por qué hacer de ello una diferencia cuando en realidad no implica ninguna?
Pero vuelvo al tema que motivó este post. Es normal tener miedo. No me parece mal. Somos humanos y es uno de nuestros sentimientos básicos, está en nuestro instinto. Pero ese miedo no puede ni debe ser paralizante, ni mucho menos debemos permitirnos que nos haga daño. Ni el miedo a los demás ni el miedo a uno mismo deben controlar nuestra vida.
Mi experiencia personal no es distinta a la de muchos y muchas, sobre todo en países como Chile donde la tradición y la religión siguen pesando fuertemente en la sociedad. Mi familia es católica practicante y creyente, con un entorno muy homogéneo, y la homosexualidad era algo mal visto, condenable, sucio y un largo etcétera. Por eso tenía miedo de decepcionarles, incluso hasta de perderles. Aunque también sabía, en el fondo de mi corazón, que eso jamás sería así. Pero el miedo era mayor y me dominaba, me volvía agresivo, me aislaba, me dolía.
Con mis amigos nos pusimos en todos los posibles escenarios que se nos ocurrían ante mi eventual salida del armario. Debo reconocer que la forma en que se produjo y la reacción de mi familia no era, ni mucho menos, similar a la mejor que mi miedo me permitió dibujar. Ni en la más bonita de mis fantasías previas me imaginé que mis padres y mis hermanos reaccionarían tan bien. Su calidez, acogida y comprensión han sido uno de los mejores regalos que he recibido nunca. Y su evolución posterior ha sido impresionante.
Tenía miedo, sí. Pero ya no lo tengo. Es verdad que todo mejora cuando se vive en paz con uno mismo y con los demás, sobre todo con tu familia, pero también con tus amigos y cercanos. Los demás, realmente, poco importan y no deberían afectarnos en nuestras decisiones, en nuestras acciones. No obstante, la sociedad debe entender que el respeto es esencial para la convivencia, y que calificarnos de "distintos" o de "no normales" es una forma de discriminación agresiva y dura, que no hace más que agrandar cualquier brecha que se ha establecido en base a creencias o tradiciones poco solidarias. No se debe olvidar que somos personas con los mismos derechos y deberes.
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