El lenguaje inclusivo por bandera

 
lenguaje inclusivo

 
El lenguaje inclusivo quizás no sirva para salvar vidas de manera directa como puede hacerlo un equipo médico o de rescate. Pero sí permite la identificación individual de los colectivos invisibilizados que todavía, dependiendo de en qué contextos, se consideran fuera de la norma: mujeres, personas LGTBIQA+, no binarias, etc.

La ya manida frase de “aquello que no se nombra no existe” cobra especial importancia ante la arbitrariedad de una norma gramatical que dice que el masculino es representativo de todas las personas. ¿Por qué lo dice? Principalmente, porque las academias han sido históricamente dominio de los hombres (todavía lo son) y, qué casualidad, fueron las que crearon e impusieron dichas reglas. En este caso, no es que el uso lingüístico nos haya llevado a esa posición privilegiada del masculino como dominante en el habla (cosa que realmente sí pasa cuando solo se accede a un determinado tipo de voces y autores, mientras se silencia a otras), sino que se han establecido una serie de reglas que lo han institucionalizado a lo largo de los siglos a través de los libros de texto y los manuales de ortografía y gramática. ¿Es justo hablar de un uso libre del lenguaje en estas circunstancias?

Es evidente, a nivel gramatical, que el uso de la “e” como género inclusivo no es correcto según las normas que rigen actualmente la lengua. No obstante, la pregunta debería ser ¿por qué no lo es? y, sobre todo, ¿qué podríamos hacer para darle una solución? Hay dos caminos por los que la Academia de la Lengua puede continuar: el primero, negarse a hablar del tema y dejar que sea o no el uso propio de las personas hablantes las que generen el cambio en los próximos 10, 20, 50 o 100 años (siguiendo su política de “limpia, fija y da esplendor”); el segundo, actuar de manera proactiva y hacer un profundo trabajo gramatical y de empatía (¿empatía gramatical?) para proponer una alternativa que permita hacer frente a la cuestión.

Ya ni siquiera se trataría de un tercer género neutro (que pondría del revés gran parte del contenido gramatical vigente), sino alguna otra opción que permitiera la representación de esos colectivos invisibilizados y ninguneados por la lengua. Sobre todo, que quitara hierro a la polarización infantil frente a este asunto: entre la oposición radical al cambio y quienes se complican la vida estirando el concepto a límites difíciles de manejar (sobre todo cuando hay herramientas lingüísticas suficientes para evitarlo).

Pero volvamos a la idea inicial. ¿Puede salvar vidas? Sí. Y la razón es simple porque el hecho de “tener nombre”, es decir, de existir, da poder. No aquel para destruir, sino el suficiente para sobrevivir. Y esto se relaciona estrechamente con la construcción de la sociedad desde una visión patriarcal que ha favorecido históricamente a unos sobre otras, subordinando a estas a la arbitrariedad impuesta que las invisibiliza. Es muy sencillo de comprender y muy fácil de comprobar abriendo cualquier enciclopedia o, simplemente, encendiendo la televisión.

La visibilidad tiene, eso sí, un peligro: por un lado, fortalece; y, por otro, expone abiertamente al rechazo generalizado de una masa que suele responder sin la adecuada reflexión ante una demanda social que, encima, no es nueva. Porque no es una “ocurrencia” del Gobierno de turno, por mucho que quiera abanderar la discusión. En los últimos años hemos pasado por “@”, “x”, “e” y seguro que ha habido más intentos. ¿Qué quiere decir esto? Que no es un capricho, sino una necesidad.

¿Y por qué es necesario? Primero, porque nos gusta que el lenguaje, así como las personas hablantes, nos interpelen de manera individual. Tenemos nombres y nos representan determinadas etiquetas o construcciones sociales. Pertenecemos a colectivos a la vez que somos seres individuales. ¿Representa el masculino a toda esa compleja diversidad? No. Ahora mismo no. Sería entrar en el terreno de la ficción decir que antes sí lo conseguía para el total de la sociedad, porque las circunstancias sociales, políticas y culturales eran diferentes. Hoy, donde hay espacio para cuestionar más las estructuras, es evidente que nos hagamos preguntas ante estos temas y nos lleguemos a plantear posibles alternativas. Incluso que presionemos a través del uso y la repetición para que así sea. ¡Y tenemos todo el derecho a hacerlo!

Las variantes de la lengua, ya sea por territorio o por afinidad, tienen cabida en el amplio universo del idioma sin que nadie pueda poner en duda su existencia. Es decir que, si bien hay determinados entornos en los que todavía resulta dominante la variante formal –y será muy difícil cambiarla, sobre todo sin la voluntad común de las partes–, existen otros contextos en los que el uso del neutro, o cualquier modalidad que se adquiera y permita la comunicación entre dos o más personas de manera eficaz, podrá hacerse sin ningún cuestionamiento ni valoración más allá del simple acto de interacción entre dos o más individuos.

En suma, que no hay Academia ni persona que tenga el poder suficiente para silenciar una manifestación lingüística libre y efectiva, o para acallar el clamor de una parte de la sociedad, por muy minoritaria que sea o que parezca. Ni mucho menos para ridiculizar de manera abierta a quienes quieran hacer uso de la variante que sea. Mientras permita la comunicación, sea adecuada al contexto y vaya en concordancia con sus intereses y las ideas que defiende o promueve, no hay problema alguno. 
 
Y, como estamos en un camino de aprendizaje, hagamos el esfuerzo de pensar en otras alternativas inclusivas cuando las más comunes o que parezcan más sencillas no resulten tan eficaces. Una cosa es la reivindicación y otra muy distinta es la majadería. El “todes”, por ejemplo, no genera confusión ni hace daño a nadie. Si lo hace, igual es que la competencia de la persona oyente es muy limitada y el trabajo está en sus manos y no en las de la persona hablante. Teniendo esto en cuenta, aquello que pueda generar confusión, evitémoslo. Pero aquello que no, convirtámoslo en bandera.

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