Mucho se ha hablado estos días sobre las terapias de conversión que el Obispado de Alcalá de Henares mantiene, a pesar de ser ilegales en la Comunidad de Madrid (y en muchos otros sitios). Yo mismo hacía referencia a ellas respondiendo a las palabras del Papa en el programa Salvados hace unos días, cuando hablaba de “actitud homosexual” como algo que “cuando se fija” no hay nada más que hacer, poniendo sobre la mesa su postura: ser LGTB+ es una decisión, un comportamiento que puede ser corregido.
Sin ánimo de trivializar el horror de las terapias de conversión ni quitar peso al sufrimiento de quienes han pasado por ellas, quería compartir algunos momentos de mi historia. No, nunca me tocó sufrir una terapia como tal, pero sí me tocó crecer en un entorno donde ser homosexual era una enfermedad, algo que estaba mal visto y que, por supuesto, echaba a perder todos los planes que tenían para mí y que me habían traspasado con mi educación. Además, sin referentes, todo lo que yo sentía no era más que un error, algo que necesitaba ser erradicado, escondido y enterrado.
Así que hice mi propia terapia –como ya he contado otras veces–. Mientras todo el mundo comenzaba con los amores de la adolescencia, yo me oculté bajo una coraza. Era siempre el buen amigo, pero nunca participé en una relación romántica. ¡Y mira que lo intenté! Bueno, intentarlo quizás no es la palabra correcta. Me “enamoraba” de mujeres inalcanzables, me “enamoraba” de mis mejores amigas (confundiendo cariño con amor), me “enamoraba” de personas que estaban a kilómetros de distancia. Pero nunca me permití enamorarme de un hombre. ¡No se me pasaba por la mente! Solo una vez tuve la idea de enamorarme de uno, pero nunca fue correspondido y me propuse olvidarlo rápidamente.
Me perdí años en esa coraza. Tanto, que durante mucho tiempo pensé que había perdido totalmente la posibilidad de enamorarme de verdad y ser feliz con alguien. Todo eso estuvo siempre bien oculto bajo una larga lista de manías y de requerimientos que ninguna persona sería capaz de cumplir, lo que explicaba mi soltería y me lo ponía más fácil ante la presión familiar y social.
No puedo decir que no fuera feliz estando solo. ¡Viví de maravilla! Salía con amigos y amigas, sin obligaciones ni rollos. El lado positivo de perderme esos primeros romances, es que me libré de los primeros dramas también. Pero también es cierto que esa felicidad era aparente. La soledad, a veces, es una compañera de viaje muy desgraciada. Y se pasa mal. Es triste no tener un abrazo, un beso, un gesto de cariño que no sea filial o fraternal. Es triste descubrir tu cuerpo y tu sexualidad bajo la culpa y el desconocimiento. Es triste tener miedo de tus propios sentimientos.
Intenté “reconducirlos” varias veces. Pensaba que lo que necesitaba era construir una familia, casarme con una mujer, tener hijos (varios) y trabajar de sol a sol para enterrar lo que sentía. Esa era la única salida que me dejaba una sociedad hostil y la ausencia total de historias de personas como yo. Pero siempre llegaba a la misma conclusión: era incapaz de someter a una mujer al sufrimiento de estar en una relación de mentira, como paracaídas que amortiguara mi cobardía para mostrarme al mundo tal como soy. Nunca podría haberla mirado a los ojos a ella ni a mis potenciales hijos sin morirme por dentro en una lenta agonía. Seguro que esa historia no hubiera acabado bien, de ninguna manera.
Sin ánimo de trivializar el horror de las terapias de conversión ni quitar peso al sufrimiento de quienes han pasado por ellas, quería compartir algunos momentos de mi historia. No, nunca me tocó sufrir una terapia como tal, pero sí me tocó crecer en un entorno donde ser homosexual era una enfermedad, algo que estaba mal visto y que, por supuesto, echaba a perder todos los planes que tenían para mí y que me habían traspasado con mi educación. Además, sin referentes, todo lo que yo sentía no era más que un error, algo que necesitaba ser erradicado, escondido y enterrado.
Así que hice mi propia terapia –como ya he contado otras veces–. Mientras todo el mundo comenzaba con los amores de la adolescencia, yo me oculté bajo una coraza. Era siempre el buen amigo, pero nunca participé en una relación romántica. ¡Y mira que lo intenté! Bueno, intentarlo quizás no es la palabra correcta. Me “enamoraba” de mujeres inalcanzables, me “enamoraba” de mis mejores amigas (confundiendo cariño con amor), me “enamoraba” de personas que estaban a kilómetros de distancia. Pero nunca me permití enamorarme de un hombre. ¡No se me pasaba por la mente! Solo una vez tuve la idea de enamorarme de uno, pero nunca fue correspondido y me propuse olvidarlo rápidamente.
Me perdí años en esa coraza. Tanto, que durante mucho tiempo pensé que había perdido totalmente la posibilidad de enamorarme de verdad y ser feliz con alguien. Todo eso estuvo siempre bien oculto bajo una larga lista de manías y de requerimientos que ninguna persona sería capaz de cumplir, lo que explicaba mi soltería y me lo ponía más fácil ante la presión familiar y social.
No puedo decir que no fuera feliz estando solo. ¡Viví de maravilla! Salía con amigos y amigas, sin obligaciones ni rollos. El lado positivo de perderme esos primeros romances, es que me libré de los primeros dramas también. Pero también es cierto que esa felicidad era aparente. La soledad, a veces, es una compañera de viaje muy desgraciada. Y se pasa mal. Es triste no tener un abrazo, un beso, un gesto de cariño que no sea filial o fraternal. Es triste descubrir tu cuerpo y tu sexualidad bajo la culpa y el desconocimiento. Es triste tener miedo de tus propios sentimientos.
Intenté “reconducirlos” varias veces. Pensaba que lo que necesitaba era construir una familia, casarme con una mujer, tener hijos (varios) y trabajar de sol a sol para enterrar lo que sentía. Esa era la única salida que me dejaba una sociedad hostil y la ausencia total de historias de personas como yo. Pero siempre llegaba a la misma conclusión: era incapaz de someter a una mujer al sufrimiento de estar en una relación de mentira, como paracaídas que amortiguara mi cobardía para mostrarme al mundo tal como soy. Nunca podría haberla mirado a los ojos a ella ni a mis potenciales hijos sin morirme por dentro en una lenta agonía. Seguro que esa historia no hubiera acabado bien, de ninguna manera.
Supervivencia
Mis años cerca de la Iglesia, trabajando activamente, no sirvieron de mucho, porque, a pesar del compromiso, nunca pude dejar de pensar realmente en lo que sentía. Era gay. Sí, todo el día, todo el tiempo, toda mi vida. Como puse en Facebook hace un par de días, no recuerdo ningún día de mi existencia en el que no me haya sentido gay. El problema es que no podía ser feliz siéndolo, porque el mundo a mi alrededor me negaba cualquier futuro: estaría solo, perdido y condenado al infierno, en la vida y después de ella, por no ser capaz de controlar mis instintos. ¡Maldito control!
Lloré muchas veces de frustración por ser incapaz de dejar de ser gay. Mis (auto)terapias y mis horas de introspección no me conducían a ningún sitio. Por más que lo intentaba, siempre volvía a caer. Recuerdo que, desde pequeño, las pocas veces que salían dos hombres en una situación “romántica” en alguna película o serie, yo pensaba: ¡Qué maravilla! Me parecía que no había nada de malo en eso. El problema es que todos a mi alrededor se empeñaban en decirme lo contrario. No dirigiéndose a mí directamente, sino en cada comentario, en la selección de palabras, en sus reacciones de rechazo. Me avergonzaba de mí mismo por culpa de los demás, y eso es algo que nadie debería enfrentar nunca.
Por eso intentaba enamorarme y ser “normal” (¡cómo detesto esa expresión de normalidad!). En la universidad también pensé estar enamorado de dos mujeres maravillosas. Dos grandes amigas que, por suerte, conservo y adoro hasta hoy. Lo que sentía, en realidad, era una admiración profunda, una gran complicidad y un cariño infinito. Sobre todo era el instinto de supervivencia el que me movía a pensar en ellas de una forma romántica. Pero claramente no era amor. Lo comprendí años después, cuando realmente me enamoré. Cuando me enamoré de un hombre. Ahí entendí lo que era el amor. Por suerte, ya bien entrado en años para estas cosas, sin dramas y con mucha paz.
Es evidente que no puedo ni siquiera llegar a comprender lo que puede ser entrar en una de esas terapias de conversión. ¡Lo digo con todo el respeto del mundo! Pero, muchas veces no hace falta, porque si el entorno que se supone debe protegerte es hostil con tu esencia y no cuentas con nadie a tu alrededor para poder hablar, creo que la sensación de pérdida y la angustia pueden tener algo en común.
Por eso, defiendo la visibilidad y la naturalización de la diversidad. Dada mi experiencia, no me gustaría que nadie tenga que pasar por lo que yo pasé. Que nadie piense que sus sentimientos están mal –y menos que alguien se lo haga notar– y, sobre todo, que ninguna persona sienta que está sola en este mundo, pero de verdad. Y de ahí mi compromiso con It Gets Better España para llevar ese mensaje de esperanza a todos los rincones, lo más lejos que podamos. Para que ese “Todo mejora” resuene por mucho tiempo.
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