Yo me atrevo a ser feliz


Una de las cosas más bonitas que nos han dicho como pareja en todos estos años fue una vez que mi marido y yo, entonces novios, nos encontramos en una de las esquinas de la Plaza de Cibeles, en Madrid. Para nosotros fue un encuentro más, pero lo que no sabíamos es que teníamos a un amigo presenciando la escena. Según nos dijo después, nos vio venir a ambos, cada uno desde su lado, hasta que nos encontramos, y tuvo la idea de acercarse a saludar. Pero se quedó abrumado por lo que describe, “como esos momentos en las películas cuando todo va a cámara lenta y parece que el mundo alrededor se borra y solo sirve de escenario para los dos protagonistas”. Para él, la escena fue emotiva por el amor con el que nos mirábamos venir el uno al otro y no quiso “romper la magia” e interrumpir ese momento. Recuerdo claramente el día, pero no consigo recordar tal intensidad… Quizás visto desde dentro era todo más natural. Además, creo que las emociones no deberían ser vistas como algo sagrado, sino como algo cotidiano. Supongo que solo pasa en aeropuertos y estaciones de tren o autobús, cuando la gente, por un momento, baja la guardia y deja que sus sentimientos fluyan.

Nunca olvidaré cuando dejé Chile para venirme a vivir a España, crucé todo el proceso de Policía Internacional llorando intensamente, después de despedirme de mi familia en el aeropuerto. ¡Y me daba vergüenza hacerlo! ¿Por qué? ¿Es más importante parecer duro y frío que mostrar la pena profunda que sentía por despegarme de mis raíces, de mis padres, mis hermanos, mis amigos? Creo que no. Muchas veces, cuando echo la vista atrás y pienso en todas esas contenciones emocionales, me da rabia (y la manifiesto). ¡Nadie debería negarme el derecho a sentir y a mostrarlo! No se trata de convenciones sociales, sino de control, de posiciones de poder, de imposición.

Cuando nos casamos, nos enteramos de que el padre de mi marido había comentado con sus amigos, todos hombres de más de 85 años, que nunca había visto una pareja que se quisiera tanto. ¡Fue una de las grandes sorpresas, porque a nosotros jamás nos había dicho algo así, ni lo ha hecho desde entonces! Algunos años antes de eso, una amiga me había comentado que quería a alguien a quien mirar y quien la mirase como nos mirábamos nosotros (y ya llevábamos juntos al menos 10 años, por lo que la explicación de la chispa inicial no tendría sentido…).

¿Tenemos la relación perfecta? Seguro que tiene muchas cosas magníficas, muchísimas más que negativas, por supuesto –si no, no estaría escribiendo esto–. Pero nunca he creído en las cosas perfectas. Nuestro día a día es verdad que resulta bastante cómodo y agradable. Prácticamente no discutimos nunca, y eso que estamos todo el día juntos. Somos autónomos y trabajamos en casa. Pocas cosas me gustan más en el mundo que pasar el rato con él: paseando, de viaje, en el cine, en casa haciendo maratones de series… 

Está claro que no somos la pareja más glamurosa ni estilosa del mundo, pero somos felices. ¿Por qué no lo decimos tanto? ¿Por qué no hacemos acopio de lo que significa hoy tener una pareja estable y feliz, y lo compartimos con el mundo? Recuerdo hace años a alguien decirme que jamás reconocería públicamente su felicidad y la buena pareja que tenía para que nadie tuviera la intención de quitársela. ¡Vaya ridiculez! Miedos absurdos o suposiciones inciertas. Y es que, muchas veces, damos las cosas por sentadas y nos olvidamos de conectar emocionalmente con nosotrxs mismos y con lxs demás. ¿Por qué nos cuesta decir “te amo” sin sentirnos cursis? ¿Por qué no abrazamos más ni decimos te quiero a nuestra familia, a nuestras amistades? ¿Por qué nos avergonzamos de mostrarnos vulnerables y exponernos ante el mundo con nuestros deseos, sentimientos y emociones? ¿Quién y por qué nos ha robado la maravilla de ser nosotrxs mismxs sin complejos?

No puedo pensar en otro culpable que la socialización, esa que se hace desde casa hasta el cole, desde la calle hasta el espacio de trabajo… en todos los espacios de interacción social y personal. ¿De dónde viene, entonces? Seguramente de la tradición cultural, religiosa y de una sociedad que, históricamente, ha intentado ocultar nuestro ser emocional –ni qué decir de casi eliminar el deseo y el placer– y ha apostado por valores como la valentía, el éxito, la fuerza o el poder. Sin entrar en esas lides, ha fomentado aquello que se siente “más masculino” y ha escondido deliberadamente aquellas manifestaciones consideradas “más femeninas”.

De ahí que nos viene todo esto. Pero no podemos dejar la responsabilidad en manos de otras personas, porque las emociones, pese a nuestra cultura social, están presentes. Las sentimos, las ocultamos, las reconducimos… ¿por qué nos seguimos haciendo esto?
Digamos “te amo”, aunque nadie nos lo diga de vuelta –argumento recurrente en series y películas románticas–. ¿Qué es lo que peor que podría pasar? Superemos el miedo a ser vulnerables: lloremos, riámonos, enamorémonos, enfurezcámonos… ¡Hagamos lo que nuestras emociones dicten! Parece fácil, pero a ver si os atrevéis a llorar en el Metro si os entran ganas… O a reír a carcajadas en medio del autobús, de la calle o de una tienda porque os ha entrado la risa. Más fácil aún: probad a sonreír en un vagón de Metro, a ver con qué cara os miran. Yo a veces lo hago simplemente para provocar. Hasta ahora, nadie me ha sonreído de vuelta, pero sí que me han mirado con cara de odio. ¡Yo me atrevo a ser feliz y a decirlo! De verdad, de corazón, no de postín para las redes sociales.

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