Todas mis salidas del armario




Mi salida del armario oficial fue por carta. Digo oficial, porque fue la forma en que se lo dije a mis padres y a mi hermana. Mi hermano se enteró de viva voz y de una manera poco diplomática en el aeropuerto de Barajas, después de 13 horas de viaje. Pero no fueron las primeras personas a las que se lo conté.

En noviembre de 2004, cuando todavía no había pasado mi primer invierno en Madrid, llegó a vivir a la ciudad una amiga de la Universidad. Fueron los primeros miedos, las primeras dudas. Hasta entonces yo era el novio de, pero con la gente de aquí, que nada tenían que ver con mi pasado. Este era el primer choque de mi vida armarizada y mis raíces.

La noche en que se lo dije –o más bien en que ella me lo dijo– pensé que moriría de los nervios. Salimos con unos amigos de mi marido (entonces novio) a tomar algo, quienes fueron advertidos de que mi amiga chilena no sabía nada. Pues uno de ellos, con todo su despiste, me preguntó que desde cuándo estábamos juntos mi chico y yo (era primera vez que lo veía). Mi amiga se hizo la despistada y yo entré en una espiral de trágame tierra, me sentía incómodo y el terror se sentó en mi espalda.

Al rato, ella me miró, me preguntó que cómo estaba yo. No pude responder. Solo apunté con la mirada a mi marido y ella dijo: “gordo, es maravilloso y estoy feliz por ti. Me encanta”. El aire volvió a mis pulmones. Y ella añadió: todos estamos felices, porque el grupo de los “políticos” lo hemos hablado mil veces.

Fue la primera vez. Hubo varias más… Con mi primo en Chile al año siguiente. Se lo conté en el patio de comidas de un centro comercial. Estaba nervioso, sobre todo teniendo en cuenta que era la primera persona de la familia a quien se lo contaba. Él, que creo que estaba más nervioso que yo, reaccionó de maravilla, aunque solamente atinaba a hacer preguntas “médicas” sobre protección.

En ese viaje intenté contárselo a mi mejor amiga, a mi segunda hermana. Recuerdo que estábamos sentados en el césped, en el borde de la piscina, fumando. Quería contárselo todo: que era gay, que estaba enamorado, que vivíamos juntos… Pero ella hizo un comentario desafortunado. Y lo hizo porque, nerviosa como estaba, trató de abrir la puerta para que yo saliese del armario. Al final no resultó. El miedo fue mayor que mis ganas de compartir con ella toda esa parte de mi vida. Pero se lo conté por el chat de Messenger –el de Hotmail, no el actual de Facebook– unos meses después. Nos pasamos horas, yo desde Madrid y ella desde Chile. El día que mis padres leyeron la carta, fue ella quien me acompañó otra vez desde el otro lado del mundo mientras esperaba la respuesta de mi familia.

Después, poco a poco, se lo fui diciendo a más gente. Muchos ya lo sabían o lo sospechaban, para otras era una sorpresa absoluta. Pero, en general, para nadie fue una noticia muy impactante. No había que ser muy perspicaz para saberlo...

El día que se lo dije a mi hermano, le fui a esperar al aeropuerto antes de venir a casa. Le pedí que tomáramos un café, que no había prisa. Esto se lo dices a una persona que lleva 13 horas de vuelo y otras 3 de aeropuerto, y que lo único que quiere es una ducha y descansar. Pero nos sentamos a tomar el café. Me empezó a contar mil cosas mientras mi cabeza daba vueltas y rogaba que se callara. Después de largos minutos de monólogo, le solté sin ninguna delicadeza: “soy gay, vivo con mi novio y si no te gusta te vas a un hotel". Así, tal cual. Me miró y me dijo: “Y a mí qué… vamos a casa”.

Con él hablé de lo mucho que quería contárselo a mis padres y a mi hermana, que lo necesitaba. Le dije que de viva voz no lo haría, porque si con él había sido bruto, no quería pensar cómo sería con mis padres. Le conté de la carta que llevaba años escribiendo y que nunca me había atrevido a enviar. Se ofreció a ser el mensajero. Y así fue…

Se la llevó a Chile con la misión de entregarla. Aterrizó en Chile el día antes del terremoto de 2010, ese tan grande que tenía a buena parte del país incomunicada. Se me olvidó la carta por completo… dos semanas después, el 10 de marzo de 2010, estábamos en Madrid cenando con una amiga, cuando recibí un mensaje de mi hermano: “Están leyendo la carta”. Mi estómago se cerró, se hizo un nudo y comenzó a dar vueltas. Llamé a mi amiga y esperamos.

Mi familia reaccionó de la forma más maravillosa. Lo he contado antes en el blog. Y a partir de ahí, fui libre. Quienes más me importaban ya tenían toda la información y yo podía empezar a vivir de verdad, siendo honesto conmigo, con mi novio y con todo el mundo. Se acabaron las “imprecisiones”, las mentiras, las falsas verdades. 

A partir de ahí recuperé todo el poder que me habían quitado de niño, de adolescente, cuando me llamaban maricón y yo moría de miedo porque hacían notar lo diferente que yo me sentía, porque era algo que no estaba ocultando bien. Se acabó el terror de encontrarme con alguien que pudiera decir algo, hacer un comentario, burlarse de mí. Tenía 33 años cuando conseguí esa sensación de libertad. Si algo me robaron de pequeño fue precisamente la libertad. Pero ahora, desde entonces, es mía.

Me fascina ver, escuchar y leer que las nuevas generaciones hoy, en ciertos espacios, lo viven con más naturalidad y salen del armario antes, mucho antes. Que les pueden hacer o decir muchas cosas, pero que jamás pierden su esencia y su libertad. Cuando llegue el momento en que nadie tenga que estar recordando que es el Día para salir del armario, estoy seguro de que el mundo será un lugar mucho mejor. Hasta entonces, seguiremos trabajando y contando estas historias para que quienes vengan sepan que no hay nada que temer, que al final las cosas se ponen en su sitio y que recuperamos todo aquello que nos han arrebatado.

Es verdad que el proceso de salir del armario se repite varias veces: en un nuevo trabajo, en un nuevo colegio, en una nueva universidad o con un nuevo grupo de personas. Lo importante es hablarlo sin miedo, porque una vez que salimos por esa puerta, jamás deberíamos volver. Nadie en ningún momento debería impedirnos ser nuestra mejor versión de nosotrxs mismxs.

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