La ignorancia es más peligrosa que la libertad y el respeto


La mamma morta m'hanno, alla porta della stanza mia; Moriva e mi salvava!” cantaba Maria Callas de fondo, mientras la imagen de la pantalla se iba llenando de Tom Hanks, quien nos regalaba uno de sus grandes momentos interpretativos. Philadelphia proyectada en pantalla grande en un cine abarrotado de Concepción, mi padre sentado a mi lado mientras yo intentaba contener las lágrimas sin conseguirlo. “Io sono il dio che sovra il mondo, scendo da l'empireo, fa della terra un ciel! Ah! Io son l'amore, io son l'amor, l'amor!” y yo caía rendido ante mi propia pena, sollozando casi con hipo en mi asiento.


Hace unos días contaba esto mismo en Facebook: “Recuerdo como si fuera ayer el momento en que vi esta película en el cine y lloraba a mares... lloraba a mares por la escena, por supuesto, pero también lloraba de miedo: miedo a decir quién era, miedo a sentir lo que sentía, miedo a morir igual que el protagonista si me permitía ser quien soy... ¡Miedo a la vida y a la muerte! Simplemente por sentir distinto”.

Imagínate lo que es para alguien de 17 años que sabe en su corazón que es gay pero tiene muchísimo miedo de asumirlo y a quien no se le pasa por la cabeza aceptarlo. ¡No estaba bien! Lo había escuchado tantas veces… Encima, si lo hacía, lo más probable es que acabaría muriendo por los efectos del SIDA… ¡Tanta ignorancia! ¡Tanto miedo! Claramente, el miedo está enraizado en la ignorancia. Y fui víctima de ello.

No puedo culpar a nadie de forma particular. Creo que la sociedad –ahora menos, pero todavía– actuaba de forma irresponsable al dejar que eso ocurriera. Nunca tuve una clase de educación sexual… ¡Ninguna! Nunca nadie me dijo que lo que sentía no estaba mal. Al contrario, en cada foro en el que se abordaba la homosexualidad (de hombres se entiende, porque en esa época poco se hablaba de lesbianas, personas trans y de bisexuales) era para decir que éramos pederastas o pedófilos, enfermos mentales, personas con la fuerza de un hombre pero tan volubles e histéricos como una mujer, individuos sin destino que arderían en el infierno después de pudrirse en la miseria de la soledad y el destierro, seres que jamás debían ceder a sus bajos instintos para no pecar… Cosas tan bonitas que llenaban mi vida de angustia, de miseria, de pánico.

Estaba condenado a quedarme solo, a no tener la pareja que quería y, como era lógico esperar socialmente, a frustrarme yo y a mi futura esposa en un matrimonio infeliz. A tantas y tantos les ha ocurrido. Pero siempre supe en mi corazón que no sería capaz de hacerle eso a otra persona. Siempre pensaba en esa posible “pobre mujer” que se casaría conmigo para ser infelices los dos y me decía a mí mismo que no, que eso no iba a ocurrir. Todos pensamientos dulces para un adolescente…

Nunca nadie me dijo “no te preocupes”. Nunca me dijeron “no pasa nada”. Ni menos que “todo mejora”. En ese momento solo era un adolescente lleno de miedos, de trabas heredadas y autoimpuestas… Pero como tenemos un instinto de supervivencia, fue la parte de mí que anulé. Como me hacía daño, la desactivé y dejé de sentir. Algo así tengo que haber pensado. Y así fue… durante un tiempo, claro. Nadie puede vivir sin sentir mucho tiempo. Nadie puede encerrar sus sentimientos en un cajón eternamente. Nadie se merece hacer algo así. Pero el miedo entonces no me dejó ver otro camino. Me centré en mis cosas públicas: colegio, deportes, cine, música, amigos… Todo lo que no hacía daño. Todo lo que era socialmente correcto. Todo lo que hacían los demás, menos enamorarme…

Recuerdo una vez que intenté quedar con un chico en Santiago. Plaza Italia, media tarde, mucha gente por la calle. No tenía por qué ser raro. Esto ya tiene que haber sido por ahí por el año 2001, cuando mi táctica de no sentir estaba haciendo aguas. ¡Quería sentir! Quería enamorarme, quería darle un beso a alguien y que alguien me lo diera a mí. Quería saber lo que se sentía. Nunca antes lo había tenido. Tenía 25 años… Llegó la hora que habíamos acordado y le vi. Salí corriendo. Bueno no le vi a él; vi al miedo y seguí caminando. No paré. Nunca supe si estuvo allí o no. Nunca volví a saber nada de él. No recuerdo su nombre ni nada. Pero sí recuerdo que el miedo volvió a vencerme.

Y volví a cerrarme en mí. Volví a refugiarme en el silencio. Volví a pensar que me pasaría la vida solo… ¿Quién podría decirme entonces que tres años más tarde estaría en Madrid conociendo a mi futuro marido? Si alguien lo hubiera asegurado entonces, me hubiese reído durante horas. Pero hoy la vida me hace reír de otra manera: celebrando 14 años juntos.


Sí, ayer fue nuestro aniversario y no puedo estar más feliz de poder celebrarlo ya sin miedo. Pero me ha costado mucho trabajo interno sacar a ese adolescente asustado de mí y guardarlo como un recuerdo. Un recuerdo de que la ignorancia es más peligrosa que la libertad y el respeto.

Por eso creo en la necesidad de educar, de enseñar, de visibilizar, de naturalizar... de hacer que aprendamos a convivir en la diversidad y en la diferencia. Porque esa es la única vía para que nadie tenga que anular su capacidad de amor por miedo nunca más.

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