Bitácora de viaje (II) - Día 1: Madrid - JFK - Walton (02/10/2009)

Salimos el viernes 2 de octubre con destino a Nueva York desde la terminal 4 de Barajas. Eran las 14 horas cuando el avión tomaba impulso en la pista de despegue para comenzar el viaje. A los pocos segundos, Madrid no era más que un dibujo lejano. El vuelo fue muy agradable (sin turbulencias), pero el reducido espacio de la “economic class” siempre es un trago amargo. Además, delante nuestro se sentaron dos tipos enormes que, al poco rato, ya habían reclinado sus asientos dejándome con el respaldo casi entre los dientes. Imposible leer o continuar haciendo sudokus (gran distracción para los viajes). Nuestras casi compañeras de viaje, Kathe y Celine se quedaron en tierra porque la lista de espera era enorme y volaron finalmente en el siguiente avión, que llegaba dos horas más tarde al aeropuerto de JFK.

Nada más llegar, nos encontramos en la agobiante situación que una y otra vez nos habían relatado: inmigración en Estados Unidos. Temíamos que nos harían mil preguntas, nos llevarían a salas aisladas para saber porqué, cómo, cuándo y dónde habíamos cometido algún delito que se nos achacaba. Pero no, simplemente comprobaron los datos, fotos y huellas mediante, para luego desearnos unas felices vacaciones. En menos de 20 minutos (de los cuales 15 al menos fueron de espera), la “pesadilla” había terminado.

El enorme aeropuerto de JFK es eso: ENORME. Pero está bien separado en 8 terminales y conectado por un tren cómodo y rápido. Así, no te da la impresión de estar en un lug
ar gigantesco, sino que todo parece más recogido. No había tanto barullo y se podía estar sin problemas por ahí, esperando tranquilamente al resto de la pandilla.

Cogimos el coche que habíamos alquilado, una minivan con capacidad para 7 comensales y esperamos a que llegase el resto de la pandilla. Anna y Nacho se habían encontrado en Manhattan esa mañana y se dirigían a JFK para sumarse al resto. Decidimos cambiar planes y esperar a Celine y Kathe, para llegar “casi” todos juntos a Walton, a casa de los Sommer. Sólo nos quedaba David rezagado, porque volaba en la mañana del sábado.


Según llegó el siguiente avión de Iberia, nos subimos a la van y nos fuimos hacia Walton siguiendo las indicaciones que Eddie Sommer –el padre de Mien- nos había enviado por e-mail. Perfectamente claras y precisas, al poco andar y después de ver el skyline de Manhattan a la izquierda, ver el Bronx, Flushing Meadows y otras cosas más, estábamos en la ruta adecuada para dirigirnos hacia la inmensa zona de los Catskills, al norte del Estado de Nueva York. Un enorme parque natural, lleno de pequeños pueblos con un ritmo de vida completamente ajeno al de la gran ciudad.

Pasadas las 11 de la noche, estábamos entrando en casa de los Sommer, un refugio perfecto para escapar del ruido, el estrés y los agobios. Ubicada entre dos montañas, en un precioso valle lleno de árboles teñidos de otoño, se convirtió en nuestro centro de operaciones por los siguientes tres días. Inicialmente no queríamos quedarnos ahí para no molestar y ser un incordio, pero su hospitalidad pudo más que nuestras apreciaciones y aceptamos su invitación. Camas para todos, toallas de colores distintos para cada uno de los comensales, excelente comida, mucha agradable conversación y momentos hermosos de risas y muchas emociones.

Esa noche, Irma nos tenía preparada una cena “ligera”: quiche lorraine y una tarta de manzanas tipo “oso yogui”, imposible de mejorar. Después de comer algo y ponernos más o menos al día, las camas nos esperaban… algunos llevábamos 24 horas despiertos y se hacía imposible mantener los ojos abiertos. El cansancio era generalizado y no tardamos más de 20 minutos en caer en un profundo y silencioso sueño, en medio de las montañas.

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  1. Anónimo13:42

    He seguido paso a paso tu viaje hijo, tu relato me lo hace tan mío que ya no necesito moverme de mi casa.No importa como, cuando y por donde empieces, es TU vivencia y eso es importante para mi.
    Mamá

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