Lo habitual - 26ª Sesión del Taller Literario

La olla con los garbanzos recibía las lágrimas de Clara, mientras ella cortaba con cuidado unas zanahorias, prácticamente de memoria puesto que no veía nada detrás de sus ojos tristes. Si alguien le preguntase en ese momento qué le ocurría, siempre le podía echar la culpa a la cebolla. De todas formas, no le importaba mucho, ya todos se habían ido.

Esa mañana Clara intuía que no sería normal. Se despertó a las 6 y 13 minutos, lo que inmediatamente le provocó una sensación rara en el estómago. Nunca le había gustado ese número. Incluso cuando buscaban casa con Adolfo, se negó a entrar en una que tenía un 13 colgado sobre su puerta, el 13 de la calle Alegría. A ella le pareció una mala ironía.

Cuando avanzó a tientas por la habitación, como hacía siempre para no despertar a Adolfo, se dio con la pata de la cama en todo el pie, cosa que nunca le ocurría. Ahogó el grito en su garganta, pero no pudo evitar que una lágrima se escurriese por su mejilla izquierda, sin saber que sería la primera de tantas ese día. Maldijo con el pensamiento y siguió cojeando hacia la puerta.

Entró al baño, encendió la luz sobre el espejo y realizó su ritual de todas las mañanas. Completamente desnuda, se miró al espejo. Las arrugas de la frente estaban marcándose suavemente, mientras que la piel de los párpados se caía sin remedio. Su nariz seguía teniendo mucha personalidad y su boca todavía podía sonreír enseñando una cuidada dentadura. Deslizó sus manos por el cuello, tenso, largo. Se palpó los pechos como su madre le había enseñado. –“Es mejor prevenir que curar”, mascullaba la vieja hasta el último día de su vida, que no fue el último por enfermedad sino por determinación.

Sus pechos estaban bien y ahora se miró la tripa. No estaba en su sitio. Claro, se había caído después de 2 embarazos tan largos como los de una elefanta, o al menos eso le parecía a ella, porque uno de ellos lo pasó completamente tumbada por orden del médico y el otro se extendió más allá de los 9 meses y medio, porque ella no quería dar a luz en sus vacaciones. De todas formas, la redondez de su ombligo no era nada que le preocupase. Después se fijó en sus piernas, sin problemas más complicados que algunas pecas, y en sus pies, notando que el meñique del pie izquierdo se había hinchado algo. Suspiró mientras volvía a maldecir y se volvió para mirarse el culo en el espejo. Seguía siendo su baza ganadora. Se sonrió a sí misma en el espejo y entró en la ducha.

Cuando estaba debajo del agua, notó como Adolfo la cogía por detrás y le pasaba los brazos justo por debajo de sus pechos húmedos, apoyando su cara sobre su hombro, mientras le besaba el cuello. Él sabía que a ella le gustaba compartir la ducha con él. Pero él no tenía tiempo para juegos y ocupó su sitio, desplazándola hacia atrás, donde comenzó a sentir el frío en su piel, que se erizó notoriamente. No quiso hacer ni decir nada, simplemente esperó dos o tres minutos, lo que tardaba Adolfo en lavarse, y pudo sentir otra vez el agua caliente sobre su cabeza, lo que le devolvió la temperatura perdida.

Al salir, se envolvió en una toalla blanca, mullida y suave. Era su momento de gloria. Se secó cuidadosamente y se arregló un poco. Pensó que la única forma de sobreponerse al mal augurio del día, era con una buena cara. Apenas salía al pasillo, se cruzó con Adolfo quien le lanzó un beso en el aire a la vez que cerraba la puerta de casa.

Ella se metió en la habitación, resignándose a esa intimidad rutinaria, y terminó de vestirse. Nada especial, porque no saldría de casa, pero con el suficiente cuidado para que, en caso de que tuviese que hacerlo, no parecer un mamarracho. Ya sabe lo que dirían en el barrio si la viesen mal arreglada. Miró el reloj y apenas eran las 7 de la mañana. ¿Qué hacía ya vestida? Obviamente –pensó- a estas horas Adolfo estaba desayunando en la mesa de la cocina, mientras ella se sentaba a su lado para hojear con él el periódico. Pero hoy no estaban ninguno de los dos.

Se sentó a los pies de la cama y encendió el televisor. Informativos, todos trágicos. Como hoy estaba especialmente sensible, lo apagó. Suspiró, miró por la ventana. Una nube negra se acercaba por el norte. Volvió a suspirar. ¿Qué significaban esas señales? El número 13 en su reloj por la mañana, la nube negra, la salida súbita de Adolfo. Se puso a llorar. Intentaba secarse las lágrimas como para evitar que las siguientes encontrasen fácilmente el camino de salida, pero no surtía efecto. Miró hacia atrás, hacia la cama vacía, deshecha. Sus lágrimas se agolparon con mayor intensidad en sus ojos y así estuvo un buen rato.

Cansada por el llanto, se puso en pie, hizo la cama y dejó la habitación en orden. Ahora le tocaba el resto de la casa. Entró a la habitación de Miguel, su hijo mayor. Estaba todo en orden, impecable como siempre. Era un orgullo para ella, un ejemplar de joven. Nada que ver con los animales que tenían las vecinas, siempre desarreglados, con medio culo al aire por esa manía de usar los pantalones en los muslos. No, el suyo siempre iba impecable y era respetuoso. A ella se le hinchaba el corazón al verlo.

Cogió con cuidado los libros que había sobre su escritorio y los puso en la estantería suavemente. Se giró y salió de la habitación. Siguió por el pasillo y se asomó a la habitación de Antonio, que dormía plácidamente. Simplemente lo miró un par de segundos, le lanzó un beso sin sonido y volvió a cerrar la puerta. Otra vez lloraba. Se fue a la cocina y estuvo guardando las cosas de la cena. Era una tarea de Adolfo, pero esta mañana no la había cumplido. La verdad es que no le importaba.

Se preparó un café y dispuso el almuerzo: garbanzos con verduras. Ya los había dejado en remojo la noche anterior, así que no tenía mucho que pensar. Repasó que tenía lo necesario y se alegró de ser tan previsora porque así evitaba tener que pensar en salir al mercado. Dejó las cosas preparadas y se preocupó de recoger las cosas del día anterior: el periódico de ayer, la película que apenas había visto, porque se quedó dormida en el sofá, la manta con la que se cubrieron y otras cosas que había por el salón. Barrió y fregó el suelo con esmero. Lloró mientras quitaba el polvo de la mesa frente al sofá y se enjugó las lágrimas mientras limpiaba los cristales.


Antonio pasó rápidamente a su lado y sin detenerse a mirarla, gritó: -“Adiós mamá, me voy a la universidad” y Clara apenas pudo decirle nada, porque la puerta se había cerrado a su espalda. –“Siempre igual –pensó-, corriendo a todas partes. Este niño no para un minuto quieto”. Volvió a la cocina, se tomó el segundo café de la mañana y se dispuso a preparar la comida. Vació los garbanzos en la olla, echó el agua y los puso a hervir. Mientras, cortaba la cebolla, y lloraba desconsoladamente sobre el cazo.

El teléfono la distrajo por un momento, pero no quiso cogerlo. Si era importante, volverían a llamar. Además, Adolfo la llamaba al móvil. Seguro que era algún vendedor agresivo a los que odiaba en exceso, porque siempre preguntaban por el dueño de casa, cuando la que realmente movía los hilos de su hogar era ella.

Siguió cortando las zanahorias, entre lágrima y lágrima, y las echó dentro de la olla. Agregó las acelgas y la tapó, bajando el fuego al mínimo para que se hicieran tranquilamente durante lo que quedaba de mañana. Pasadas las dos de la tarde, puso la mesa y se quedó sentada mirando hacia un lugar indefinido, hasta que el ruido de las llaves en la puerta le hizo volver a la realidad. Se levantó rápidamente, comprobó que la comida iba bien y apagó el fuego.

Adolfo entró con un paso cansino, lento a la cocina. Se notaba que había tenido una mañana agitada en el trabajo. Dejó su chaqueta sobre la silla, el periódico al lado de su plato y se sentó. Clara se acercó a besarle más por costumbre que por gusto. El beso fue más bien soso y torpe, pero esos rituales –pensaba ella- le permitían mantener el amor.

Intercambiaron unas pocas palabras mientras ella servía los platos y los dejaba en la mesa.

- ¿Qué tal tu mañana?, le preguntó ella sin levantar la vista de los garbanzos.
- Nada especial. Sólo que nos han enviado un proyecto enorme que debe estar listo antes del jueves y es demasiado trabajo para dos días. He dejado a los becarios recopilando la información necesaria para ponerme con ello esta tarde.

Clara le miró interesada, aunque en el fondo realmente no le parecía nuevo. Esa historia se repetía cada semana.

- Antonio ha salido disparado por la puerta. No sé si volverá a comer o no, porque no me ha dado tiempo a preguntárselo. Seguro que comerá algo cerca del colegio, que esta tarde tiene baloncesto.
- ¡Ah!, asintió Adolfo moviendo la cabeza. ¿Y qué has hecho hoy?
- Pues recoger, limpiar, lo habitual.
- ¿Entraste en la habitación de Miguel, verdad?, dijo él mirándola inquisitivamente.
- Sí, ¿por qué?
- ¿Y has estado llorando, no?

Ella se asustó, pensando en cómo se había dado cuenta. ¿Soy tan transparente?

- Noto el exceso de sal en los garbanzos. Déjalo estar Clara, han pasado 6 años desde que Miguel nos dejó y todavía sigues en lo mismo. Antonio no comerá en el colegio. Está en la universidad hace dos años. Hoy tiene clase todo el día y mañana un examen. ¿Hace cuánto que no sales a la calle? ¿Hace cuánto que no hacemos el amor? ¿Hace cuánto que te pasas las noches en vela sentada en la cama de Miguel?

Clara no contestó. Dejó la cuchara dentro del plato y se echó a llorar.

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  1. Anónimo15:53

    Hermoso Tomás, muy bien escrito, suave, real, muy hermoso. Este es tu futuro hijo que algún día te publiquen tus historias o un libro. A mi me gustan mas las historias cortas algo asi como Nosotros Dos te acuerdas de ese libro que releeimos tantas veces.???????? Varios cuentos de este tipo y a la orensa
    Mama

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  2. Anónimo13:02

    Muy bueno Tomás. Realmente me impresionó el final. Aunque para no ser muy pelota, haría algunos cambios... Para eso están los críticos, no? para no crear y quejarse.
    Pablo G

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