La cena (4ª sesión de taller literario)

La mesa cuadrada, más grande de lo habitual, se hacía pequeña para ellos. Cada uno frente al otro, como una partida de ajedrez profesional, con tiempos convenidos de manera natural para que cada uno enseñase su jugada. Se miraban con frialdad, pero el dolor coloreaba los ojos de cada uno en distintas gamas de intensidad. Daba igual si había gente alrededor o no, porque el mundo les pertenecía, el momento era suyo.

Ella, con su largo cabello negro cayéndole sobre una espalda tensa, recostada un poco sobre su brazo izquierdo que apoyaba en la mesa. Sus piernas estaban recogidas y cruzadas, en una señal inequívoca de defensa, pero dispuestas al ataque con un solo movimiento. Su brazo derecho dibujaba objetos sin forma en el blanco mantel, entre el cuchillo y la copa de vino tinto que tenía a su alcance.

Él en cambio tenía los brazos sobre sus rodillas, también protegiéndose de la situación y dejando en evidencia su incomodidad. No lograba mantener la misma postura más de 20 segundos: estiraba las piernas, las recogía, las cruzaba y las volvía a estirar, cruzándolas otra vez. Su espalda se erguía contra el respaldo y, al poco, se doblaba sobre sí misma para dejarle el pecho a la altura del plato de diseño que adornaba la mesa.

En medio de la mesa, quizás marcando el punto neutral del campo de juego, una pequeña y delicada vela jugaba con luces y sombras, aunque la principal fuente de iluminación venía desde una lámpara que colgaba entre ambos casi al borde de sus cabezas, lo que permitía ocultar los ojos en la oscuridad dejando al otro sumido en la duda de cuales serían las emociones que pasaban a través de ellos.

- No puedo más. Dejó de dibujar en el mantel y le miró fijamente esperando su reacción.

Él le sostuvo la mirada. Siguió en silencio. No sabía que hacer. Sus brazos, ahora, se apoyaban tímidamente sobre la mesa. – No estoy enamorado de ti. No soporto estar contigo un solo minuto más. Volvió a apoyar las manos sobre sus muslos.

- Seguro que tienes a otra mujer esperando. No serías tan valiente de dejarme si no hubiera alguien que pudiese consolarte. ¡Cobarde! Bajó la mirada. Ahora no podía sostenerla.

Pasó su mano derecha entre la copa de vino y la del agua, y la posó sobre la de ella. – Eso es lo que menos importa. Ella apartó fríamente su mano. - ¿Ves? ¿Cómo podría quedarme contigo si no puedo tocarte? Dejó su brazo sobre la mesa esperando. ¿Y?

- ¿Y? Qué más da. Ya no nos amamos y sólo somos el recuerdo de lo que fuimos. Nada más que el rechazo nos une. Y no soy la única culpable de esto.

Sus ojos se llenaron de lágrimas y sentía que el aire se agolpaba en su garganta. Suspiró profundamente. Su espalda se elevó y fue cayendo lenta, sobre el respaldo. Su pelo seguía la misma coreografía. No quería dejar ver su fragilidad en ese momento. Necesitaba demostrarle que ella no lo sentía tanto, aunque fuese mentira.

- En el fondo me culpas a mí de todo esto. Que no te he dedicado el tiempo necesario, que me centro en mi carrera y en mis amigos, que te sientes abandonada. ¡Gilipolleces! Siempre he estado…

El camarero, discretamente dejó los platos de cada uno. Ella, una ensalada de diseño milimétricamente puesta en un plato rectangular, con berros, pato y naranjas. Él, como siempre, un solomillo con salsa de mostaza y pimienta, acompañado de arroz salvaje y setas. – Gracias, dijo él. Ella sólo miró al camarero y asintió con la cabeza.

Volvían a estar solos. La mesa, otra vez, era el campo de batalla.

- ¿Por dónde iba? Sí, que siempre he estado ahí para ti. Se me iba la vida en buscar la manera de hacerte feliz. ¿No era suficiente? Cogió los cubiertos, los asió con fuerza y dudó un momento si comenzar a comer o no. Los volvió a dejar a ambos lados del plato. Dos segundos después los levantó e hizo un corte grande en el solomillo. Se lo llevó a la boca y saboreó la intensidad de las especias.

Ella, con su ensalada intacta, meneaba la cabeza de un lado a otro, suave pero insistentemente. – Nunca he sido feliz contigo. Mi vida era un continuo infierno. Nunca he sabido si me quieres realmente o si es todo una farsa. Y claro que te rechazo, si en todo este tiempo sólo me has tocado para golpearme. Vale, han sido 3 veces, pero las suficientes como para que mi cuerpo te tema, te aborrezca. Ahora su mirada era fría y distante. Para ella había sido un asunto muy doloroso, pero gracias a mucha terapia, había podido sobreponerse. Sonrió en una mueca tensa y desagradable.

- ¿Y qué es gracioso ahora? Pareces tonta y, además, esa sonrisa no hace más que demostrar lo frígida que eres. Jamás has sentido placer ni has sabido dármelo. Pero yo seguía intentándolo. Imbécil. Debería haberme marchado cuando volvimos de la luna de miel. En ese momento ya apenas aguantaba estar contigo. Me dije que serían los nervios iniciales, el cansancio. Pero nada, todo siguió igual. Asco. Asco me das.

Se puso de pié. Su ensalada seguía intacta. Él le miró y le preguntó: ¿qué haces? Ella dijo: no has sido capaz de dirigirme la palabra en media hora ¿y quieres que me quede? - Pero si tú tampoco has dicho nada. Sólo dibujabas en el mantel y me mirabas.

- Feliz aniversario, dijo ella alejándose. – Feliz aniversario, masculló él ahogando sus palabras en un sorbo de vino.

1/Post a Comment/Comments

  1. Anónimo15:52

    no podrias haber contado algo mas agradable alrrededor de una mesa????????????
    siempre pienso que las mesas con un lugar de agrdo, de compartir lo buenoy que lo malo deberia decirse en otros lados.
    me parecio frio , es cierto que era una ruptura pero igual, algo le falto
    mama

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Artículo Anterior Artículo Siguiente